«No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino» (Lc 12,32).
¿Un pequeño rebaño? Si tenemos en cuenta el número de católicos a nivel mundial, las cifras abarcan cientas de millones de personas como pertenecientes a la Iglesia católica. Desde ese punto de vista, sería un «gran rebaño». Sin embargo, si lo miramos más de cerca y tenemos en cuenta que muchos bautizados no se esfuerzan por vivir una vida católica verdaderamente comprometida, el rebaño se reduce significativamente. Por desgracia, parece que se vuelve cada vez más pequeño a causa del olvido de Dios y la mundanización de nuestra Iglesia. Así pues, a fin de cuentas, puede tratarse de un «pequeño rebaño», en comparación con el llamado universal dirigido a todos los hombres sin excepción.
A este pequeño rebaño no le resulta fácil defenderse de la corriente del mundo. Debe ser capaz de decir «no» a las seducciones que le presenta. Debe ser capaz de separarse de todo aquello que pone en peligro su fe. A veces se sentirá como un forastero, porque, a causa de su fe, no podrá ni querrá unirse a lo que es habitual en el mundo.
Es un «pequeño rebaño», al que, no obstante, se le ha dado la promesa del verdadero Reino, que no consiste en oro o plata, ni en falsa admiración ni en necia vanidad. En lugar de ello, concede alegría y paz al alma. Ésta se adorna con el verdadero oro del amor a Dios y vive en la verdad. De su íntima unión con Dios surge el verdadero amor al prójimo como una maravillosa flor. Nuestro Padre nunca cesa de colmar de su bondad al alma en la que ha establecido su Reino y para el cual Él mismo la ha preparado.
El «pequeño rebaño» puede sufrir burlas y desprecio por parte de aquellos que aún no se han encontrado con el Reino de Dios o que lo han perdido. Pero la promesa del Padre permanece, y esa es su alegría y fortaleza.