EL PARAÍSO SE ABRE

¡Fue tanto lo que perdimos cuando se nos cerraron las puertas del Paraíso! Aunque nos hayamos acostumbrado y ya no lo percibamos con gran dolor, es una profunda miseria en la que se sumió el hombre al caer en el pecado. Pero en el fondo del alma permanece aún el anhelo del Paraíso, que puede convertirse en un impulso para que busquemos a Dios. Nuestro Padre nos deja sentir las carencias de esta vida incompleta, y, al mismo tiempo, nos muestra el camino hacia aquella plenitud que Él nos quiere conceder. Así nos dice en el Mensaje a la Madre Eugenia:

“Si vosotros me amáis y me llamáis confiadamente con el dulce nombre de ‘Padre’, comenzaréis a experimentar ya aquí en la Tierra el amor y la confianza que os harán felices en la eternidad y que cantaréis en el cielo en compañía de los elegidos. ¿No es esto como una anticipación de la dicha del cielo, que durará eternamente?”

Una de las más dolorosas consecuencias de la caída en el pecado es que hemos perdido en gran medida el trato natural y familiar con Dios, así como la confianza originaria en su amor. Sin embargo, Dios no nos deja sucumbir en nuestra miseria exterior ni interior; sino que nos indica un camino sencillo para recuperar en nuestra existencia aquella gloria que podíamos disfrutar en el paraíso.

Cuando volvemos nuestro corazón a Dios y nos dirigimos a Él con el nombre de “Padre”, se abren las profundidades de nuestra alma. La luz cae sobre las tinieblas, iluminando y calentando el alma, liberándola de su prisión y haciéndola receptiva para todas las gracias que el Padre nos concede a través de su Hijo. El camino es muy sencillo, así como lo es el clamor del Espíritu en nuestros corazones: “Abbá, Padre” (Gal 4,6). ¡Entonces se abrirán puertas que estaban cerradas!