EL PADRE ES NUESTRO CONFIDENTE

“Si queréis experimentar el poder de esta fuente de la que os hablo, primero debéis aprender a conocerme mejor y a amarme tal como yo lo deseo; es decir, no sólo como vuestro Padre sino también como vuestro amigo y confidente” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).

Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. No ha llegado la palabra a mi lengua, y ya, Señor, te la sabes toda” (Sal 138,1-4).

Este es el tema de la meditación de ayer y de hoy: conocer a Dios como nuestro Padre, amigo y confidente, para tener acceso a su ser más íntimo y beber de la fuente que mana de él.

Al amar a Dios como a nuestro confidente, empieza a desaparecer todo aquello en nosotros que aún es distante frente a Él. Entonces ya no quedará ningún ámbito en nuestro corazón que permanezca cerrado ante Él. Así, no sólo será Dios quien nos conozca y a quien todas nuestras sendas sean familiares, como nos da a entender tan elocuentemente el salmo, sino que también por nuestra parte no quedará nada cerrado a su amor. El amor de nuestro confidente se nos habrá convertido en una “posesión sagrada”, de la cual podemos disponer.

Entonces sucede lo descrito en el Mensaje del Padre: del Corazón abierto del Padre mana el agua de la salvación para sus hijos, “permitiéndoles tomar libremente toda la que les sea necesaria, para el tiempo y para la eternidad” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio). 

Si tratamos de imaginar cómo será un “confidente de Dios”, ciertamente nos vendrá a la mente el discípulo amado, San Juan, que se recuesta sobre el pecho de Jesús e incluso se atreve a preguntarle quién es el que lo traicionará (Jn 13,23-25). Aquí encontramos un corazón tan impregnado del amor de Dios que ya no queda en él rastro de miedo: “El amor echa fuera el temor” (1Jn 4,18). La confianza es tan grande que ya no teme nada. No sólo espera de Dios lo bueno; sino que cuenta con ello.

A una relación tan cercana nos invita el Señor. Hemos de conocerlo como confidente y hallar en Él la certeza del amor. Dios mismo se confía a nosotros y quiere cultivar este trato íntimo con nosotros. Así, todo lo extraño desaparece y lo que aún nos resulta desconocido ya no nos asusta. Ya no edificamos ninguna seguridad sobre los bienes materiales, ni sobre nuestros conocimientos o habilidades; sino que nos sentimos seguros en Aquel que es nuestro confidente.

Así, Dios se convierte para nosotros en un amigo paternal de confianza.