“Yo quiero ser la esperanza de la humanidad. ¿No lo soy ya? Si yo no sería la esperanza de la humanidad, el hombre estaría perdido” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
Especialmente en estos tiempos de tanta oscuridad, las palabras de nuestro Padre nos señalan el camino. Él las ha pronunciado de una vez y para siempre, y quiere que las asimilemos profundamente.
¡En cuántas situaciones nos parece no haber salida! Sin embargo, si elevamos la mirada a Dios y le ofrecemos lo más íntimo de nuestro ser, no hay situación desesperada. Entonces un rayo de su luz penetrará en nuestro corazón y no nos dejaremos ofuscar por la desesperanza.
La esperanza no es sólo un vago sentimiento, como quizá a veces lo consideramos, cuando, después de haber enumerado todos los aspectos negativos y problemáticos de una situación, tal vez terminamos diciendo que “lo último que se pierde es la esperanza”. Pero muchas veces no es una afirmación convincente que eleve los corazones.
La esperanza a la que nos invita el Padre Celestial está arraigada en la constante conexión con Él, que ha de impregnar todos los ámbitos de la vida. Así como el amor y la fe no sólo deben estar presentes en ciertos momentos, sino que han de modelar toda nuestra vida, así mismo ha de suceder con la virtud teologal de la esperanza.
La esperanza nos permite desprendernos de nosotros mismos y enfocarnos en el Padre. Si permanecemos vigilantes, la esperanza no permitirá que nos desesperemos o nos rindamos ante una situación que parezca no tener salida. Unida siempre al amor y a la fe, la esperanza ejerce su influjo sobre nuestra alma, elevándola y haciendo que, aun en la oscuridad de no entender, se aferre al Padre, ante quien todo está desvelado y quien conoce el camino que servirá para nuestro bien.
Por tanto, no sólo se trata de no perder la esperanza en determinadas situaciones; sino de hacer que ésta se convierta en la certeza constante de nuestra vida, y no sólo en relación con nuestra vida personal, sino con toda las situaciones de la historia humana.