Jn 6,44-51
En aquel tiempo, los judíos comenzaron a murmurar de Jesús, porque había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo.” Y se preguntaban: “¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: ‘He bajado del cielo’? Jesús les respondió: “No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envía no lo atrae; y yo le resucitaré el último día.
“Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre; el único que ha visto al Padre es el que ha venido de Dios. En verdad, en verdad os digo que el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne, para vida del mundo.”
Nadie puede reconocer al Señor y llamar a Jesús “mi Señor”, si no es movido por el Espíritu Santo (cf. 1Cor 12,3); o, como dice el texto de hoy, nadie puede llegar a Él si no lo atrae el Padre.
Por tanto, la fe es, en primera instancia, una obra de Dios, que requiere de nuestra acogida y de ponerla en práctica a diario. El ofrecimiento de la fe existe para cada persona, sin excluir a nadie. Por eso, es tanto más urgente el llamado a la evangelización, para que todas las personas se enteren de lo que Dios les tiene preparado.
En el evangelio de hoy, Jesús continúa la enseñanza a los judíos, para que puedan comprenderlo mejor a Él y al Padre.
El pan que los israelitas habían recibido durante su peregrinación por el desierto, y que se convirtió para ellos en el gran signo de la presencia de Dios, que se transmitía de generación en generación, ahora se hace presente en Jesús. Ya no es solamente un signo que testifica la presencia de Dios; sino que el mismo que obró este signo se hace presente. Ya no es solamente el pan material, necesario para preservar la vida natural; sino que es Aquél que es la vida misma.
Los judíos estaban invitados a crecer en el conocimiento de Dios, a reconocer su presencia en la Persona de Jesús y a obtener así una gran luz para comprender más profundamente toda su historia con Dios, orientada a la Venida del Señor y a Su presencia en medio de ellos.
Las experiencias de la Antigua Alianza eran una trayectoria y una preparación para la Venida del Mesías: “Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera”.
Sabemos que a los judíos frecuentemente les resultaba difícil entender estas palabras del Señor, tal vez también porque algunos de ellos intentaban abarcarlas en su forma de pensar humana. ¡Lo mismo puede sucedernos a nosotros!
Sin embargo, se trata más de que la luz de la fe penetre en nosotros, y no tanto de poder captarla inmediatamente con nuestro entendimiento. Y es que la fe es una luz sobrenatural, que primero tiene que expandirse en nuestro interior, y sólo entonces podremos irla comprendiendo mejor con la razón, que no pasa de ser una luz natural y, por tanto, es limitada.
Entonces, para que esta luz pueda obrar en nosotros, se requiere más de un corazón abierto que del intelecto. Por eso es conveniente que, cuando nos encontremos ante los misterios de la fe o nos confrontemos a preguntas relacionadas con ella, no tratemos de comprenderlo todo inmediatamente con la razón, sino que primero escuchemos.
En el evangelio de hoy, el Señor cita una escritura de los profetas, que dice: “Serán todos enseñados por Dios.” Si aplicamos de forma concreta esta afirmación, escucharemos a Dios como a nuestro Maestro, para que aquello que Él quiera decirnos pueda penetrar en nosotros, alegrar nuestro corazón e iluminar el entendimiento.
Quizá radica también aquí la problemática más profunda, por la cual el Señor no fue recibido como hubiera correspondido a la verdad y al amor. A menudo Jesús se encontró ante corazones endurecidos; corazones que no estaban dispuestos a dejarse instruir. También en la Antigua Alianza escuchamos sobre este sufrimiento de Dios. ¡Cuántas veces oímos la queja de que el pueblo no escucha, que tiene el corazón cerrado, que se rebela con terquedad, que es demasiado orgulloso como para entender los caminos humildes de Dios (cf. Sal 95,8-10)! Ésta es la situación cuando el Señor está a la puerta de nuestro corazón y toca, pero no se le abre.
Además de que siempre debemos examinar ante Dios el estado en que se encuentra nuestro propio corazón, para que éste nunca se cierre ante sus directrices, no podemos olvidarnos de orar por aquellas personas que han de ser tocadas por el evangelio, para que perciban cómo el Padre las atrae y le abran la puerta de su corazón. Dios no quiere nada menos que donarse a Sí mismo… ¡Y con eso basta!