EL PADRE AMA AL HIJO

“El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos” (Jn 3,35).

No hay misterio de amor más grande que el amor entre el Padre y el Hijo, y este amor es el Espíritu Santo mismo. Es digno de adoración y, en la medida en que lo adoramos, se revela cada vez más a nuestros corazones, aunque sólo en la eternidad terminaremos de comprenderlo. Pero ya ahora nuestra alma se regocija al encontrarse con Dios y exulta de gozo en el anhelo de contemplar cara a cara la gloria de la Santísima Trinidad en la eternidad.

“El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos.” En su Hijo nos ha adoptado como hijos suyos y nos mira con el mismo amor con que lo amó a Él. Así, nuestro Padre siempre nos ve a través de su Hijo a nosotros, que le pertenecemos porque Jesús nos introdujo en su relación de amor con el Padre Celestial. Mientras que nuestro Señor es Hijo del Padre en virtud de su naturaleza divina, nosotros nos convertimos en hijos suyos por la gracia.

¡Qué don tan inmerecido nos concede nuestro Padre Celestial! Simplemente porque nos ama y Él mismo es el amor, eligió este camino de salvación para nosotros. ¡No hay otra razón sino el amor!

Y en qué manos ha confiado el Padre el destino de la humanidad: en las de Aquel que siempre le ha amado, que fue engendrado por Él en el amor y es de su misma naturaleza. Así que Dios nos ha dado lo mejor a nosotros, los hombres: se ha dado a sí mismo.

¿Y nosotros?

Si permanecemos fieles al Señor en su gracia, podemos acercarnos confiadamente al Trono de Dios por causa de Jesús (Hb 4,16). Él mismo intercede allí por nosotros, Él que nos amó hasta la muerte y pidió a su Padre: “Padre, deseo que los que tú me has dado estén también conmigo allí donde yo esté” (Jn 17,24).

Y sabemos donde está Jesús: volvió a su Padre y a nuestro Padre (Jn 20,17). Hacia allí estamos de camino, como hijos amados de nuestro Padre Celestial.