Hb 11,32-40
Hermanos: ¿Qué más diré? Me faltaría tiempo si tuviera que hablar de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los Profetas, que por la fe sometieron reinos, ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas, cerraron bocas de leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, se curaron de sus enfermedades, fueron valientes en la guerra y abatieron ejércitos extranjeros. Hubo mujeres que recuperaron resucitados a sus muertos.
Algunos fueron torturados, porque rehusaron la liberación para lograr una resurrección mejor. Otros soportaron escarnios y azotes, e incluso cadenas y cárcel. Fueron apedreados, aserrados, muertos a espada, anduvieron errantes cubiertos con pieles de oveja y de cabra, necesitados, atribulados y maltratados -¡el mundo no era digno de ellos!-, perdidos por desiertos y montes, por cuevas y cavernas de la tierra. Y aunque todos recibieron alabanza por su fe, no obtuvieron sin embargo la promesa. Dios había previsto algo mejor para nosotros, de forma que ellos no llegaran a la perfección sin nosotros.
¡Qué testimonios tan heroicos de fe y de sufrimiento enumera aquí el Apóstol! ¡Son aquellos de quienes el mundo no fue digno!
Con estas palabras, el Apóstol establece la verdadera jerarquía de valores que cuenta ante Dios. ¿De qué sirven las vanidades de este mundo; de qué sus honores, su falso esplendor y fulgor? “¡Vanidad de vanidades!” –así llama Cohélet con justa razón a todas estas cosas pasajeras (Ecl 1,2). Uno solo de aquellos hombres de fe mencionados en la lectura vale más que todo el mundo que se ha apartado de Dios. En efecto, este último ni siquiera es digno de un tal hombre de fe.
Pudimos constatarlo también en la audionovela sobre Santa Inés. La pureza de esta jovencita eclipsaba a todo el entorno romano, que no fue digno de ella. ¡Qué abismal diferencia entre ella y aquellos otros que ni siquiera estaban dispuestos a reconocer los milagros que ante sus ojos sucedían! Su cabellera envolvió a Inés, protegiéndola de las miradas impuras; el fuego no pudo hacerle daño… Pero ni siquiera estos signos evidentes pudieron evitar que aquellos corazones endurecidos pretendieran extinguir el testimonio de Cristo. ¡Qué ceguera!
También Santa Inés “sometió un reino”, como dice la lectura de hoy. Su inocencia y su valentía de fe desenmascararon a un dominio que sólo supo apoyarse en la fuerza bruta; un dominio que había cerrado su corazón ante la presencia de Dios en Inés, así como en su tiempo lo hicieron los fariseos frente a Jesús.
Sin duda, la victoria de Cristo es distinta a las victorias que conocemos en el mundo. No es la fuerza corporal la que triunfa; sino, al igual que en los ejemplos mencionados en el texto de hoy y en Santa Inés, es la fe. La fe es la fuerza que vence al mundo (cf. 1Jn 5,4b). Muchas veces consigue la victoria precisamente lo que hacia afuera parece débil (cf. 1Cor 1,27).
Hoy en día, nos vemos más y más rodeados de un ambiente hostil a la fe y nuestro testimonio requiere cada vez más valentía. Valentía para profesar a Cristo y todos los valores que conforman nuestra fe. Un entorno hostil a la fe no descansará hasta catalogar a los cristianos como “enemigos del hombre”, para entonces poder perseguirlos.
¡La grande y poderosa Roma frente a la virgen Inés! ¿Era ella una amenaza para Roma? Sí, en cuanto que testificaba que las obras del mundo son malas (cf. Jn 7,7); y no, en cuanto que reza por sus enemigos, porque en ella resplandece el amoroso Corazón de Dios, que quiere perdonar.
Sí, el mundo no es digno de los testigos de Dios. Y, sin embargo, ¡Dios no abandona a los hombres!
En la forma tradicional de la Santa Misa rezamos tres veces: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa…” Ha de calar profundamente en nosotros la certeza de que, por nosotros mismos, no somos dignos de recibir al Señor. Pero asimismo destacamos con una triple repetición que es Él quien sana nuestra alma: “…pero una palabra tuya bastará para sanarme.” Jesús es quien renueva nuestra dignidad, la cual hemos herido tan profundamente a través del pecado. En Jesús podemos levantarnos como hijos de Dios y vencer al mundo (cf. Jn 16,33), como lo hicieron nuestros hermanos en la fe antes que nosotros.
¡No! El mundo, en sí mismo, no es digno de los santos…
Por tanto, es el incomparable amor de nuestro Padre Celestial, que no da la espalda sino que busca a las personas en este mundo, para que su sucio vestido se transforme, por medio de la sangre del Cordero, en un traje de fiesta para las Bodas (cf. Ap 7,14). ¡Los testigos de la fe nos señalan el camino!