¡Qué gran misericordia tuviste hacia nosotros al enviarnos a tu Hijo Jesús! Con incomparable amor posaste tu mirada sobre nosotros, que tantas veces huimos de ti o incluso nos volvemos en contra tuya, que te ofendemos con nuestros pecados o simplemente te olvidamos. Tú, en cambio, estás siempre presente y nos miras con amor. Te preocupas atentamente por nosotros, porque no quieres que llevemos una vida sin sentido, ni mucho menos que nos perdamos para siempre.
Incluso la Creación que nos rodea canta el himno de tu belleza. ¡Qué gran deleite puede ella evocar en nosotros, al descubrir la inagotable variedad que Tú nos has preparado! ¿No es acaso así que la Creación entera nos es ofrecida como la mesa que una amorosa mujer prepara para los suyos, sólo que más hermosa aún?
Y si el regalo de la Creación es una inconmensurable muestra de tu amor, ¡cuánto más nos das en Jesús!
Y Él te ama con todo el ardor de su Corazón. No hay nada que desee más fervientemente que dar a conocer tu amor a los hombres. No hay nada que quiera más ardientemente que glorificarte y cumplir tu Voluntad.
En su discurso de despedida, alzando los ojos al cielo, Jesús lo testifica: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar.(…) Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos.” (Jn 17,4.26)
En Jesús, nos manifiestas en toda su plenitud tu gran “sí” a nosotros; un “sí” que aceptó el sufrimiento por causa nuestra, para glorificarte a ti y redimirnos a nosotros.
En Jesús te reconocemos a ti y Él nos conduce a ti: “El que me ve a mí, ve al Padre (…) Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,9.6)