Todo sería tan sencillo si los hombres se sometiesen al amoroso gobierno de Dios, se dejasen llenar por Su Espíritu y, en esta relación de amor con Dios y los unos con los otros, llevasen una vida plena y santa.
¿Es eso un sueño? ¿Es simplemente un deseo que habita en nuestra fantasía, porque queremer evadir una realidad que a menudo se muestra tan distinta? ¿Es una mera ilusión?
¡No! ¡No es un sueño! Ésta es la realidad que nos espera en la eternidad, si acogemos el actuar de Dios sobre nosotros, los hombres, y le damos la respuesta correcta. Esta realidad por Dios prevista inicia ya en esta vida terrenal, aunque aún de forma limitada.
Si acogemos en nuestro corazón el acontecimiento de Belén y seguimos al “Rey de los judíos que ha nacido” (cf. Mt 2,2), el Reino de Dios empieza a hacerse realidad. En Jesús, encontramos a un Rey que es completamente distinto a los reyes y gobernantes de este mundo. Él es un Rey que nos ama, que nos sirve y que espera la respuesta de nuestro amor. Para recibir a este Rey y Mesías, el Pueblo de Israel debía ser preparado.
En Israel hubo muchos reyes, y de la mayoría de ellos la Sagrada Escritura dice que hacían lo que disgustaba al Señor (cf. p.ej. 1Re 22,53). En un principio, el plan de Dios no era gobernar al Pueblo a través de reyes; sino Él mismo ser su Rey y guiarlos por medio de jueces. Pero el pueblo murmuraba… Lo que habían visto en los otros pueblos, querían tenerlo también ellos; querían ser como los otros pueblos (cf. 1Sam 8,19-20). ¡La reiterada tentación de Israel!
A través de los jueces, y en particular del Profeta Samuel, Dios advirtió al Pueblo y le hizo ver lo que significaría tener un rey (cf. 1Sam 8,9-18). Pero el Pueblo insistió en su deseo, y entonces Dios envió a Samuel a ungir a Saúl como rey (cf. 1Sam 9,15-16).
Posteriormente Jesús nos dio a entender con palabras sencillas el problema de los reyes y cómo debería ser su dominio:
“Los reyes de las naciones las dominan, y los que tienen potestad sobre ellas son llamados bienhechores. Vosotros no seáis así; al contrario: que el mayor entre vosotros se haga como el menor, y el que gobierna, como el que sirve.” (Lc 22,25-26)
En los verdaderos profetas, resplandecía la luz de Dios. A pesar de su debilidad, cumplían lo que Dios les encomendaba. A través de ellos, Dios podía hablar a Su Pueblo y transmitirle sus deseos y sus directrices. Pensemos en Moisés, que sacó al Pueblo de Egipto; en el Profeta Isaías y Jeremías; en Elías y en Eliseo; hasta Juan el Bautista… En todos estos profetas, la Presencia de Dios se hacía palpable para el Pueblo, y en ellos se prefigura también la Venida del Redentor. Además, fueron ellos quienes anunciaron la Venida de este Mesías…