Mc 1,14-20 (Lectura del Novus Ordo)
Después de haber sido apresado Juan, Jesús vino a Galilea predicando el Evangelio de Dios, y diciendo: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio”. Y, mientras pasaba junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: “Seguidme y haré que seáis pescadores de hombres”. Y, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Y pasando un poco más adelante, vio a Santiago el de Zebedeo y a Juan, su hermano, que estaban en la barca remendando las redes; y enseguida los llamó. Y dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se fueron tras él.
Si Jesús llama, hay que responder sin demora. El relato que hoy hemos escuchado sobre la vocación de los cuatro primeros apóstoles, no deja lugar a dudas sobre esto. Aquí podemos comprender también aquellas otras palabras del Señor, cuando dijo a sus discípulos: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda” (Jn 15,16).
La incondicionalidad del llamado y la Voluntad de Aquel que llama, no dejan espacio para ninguna demora. Podremos descubrir esta prontitud en responder en la mayoría de los que fueron llamados: la vemos en María, la Madre del Señor (cf. Lc 1,38); en San Pablo; en los apóstoles; y en tantos otros que han seguido al Señor a lo largo de la historia de la Iglesia. El tiempo apremia: nada puede anteponerse al servicio en el Reino de Dios. Para esta causa, hay que estar dispuestos a dejarlo todo atrás.
Por supuesto que se tiene el derecho –e incluso la obligación espiritual– de examinar si se trata de un auténtico llamado de Dios. Pero, en cuanto lo reconozcamos como tal, hemos de seguir inmediatamente a Aquel que nos llama y ser fieles a la vocación.
La incondicionalidad de un llamado del Señor no sólo se refiere a una decisión radical que implique un cambio total de vida, como sucedió aquí en el caso de los discípulos o en otras vocaciones similares. Todo lo que Él nos encomiende hacer es un llamado Suyo, aunque en diferentes grados de intensidad. Así, el llamado de Dios se extiende a toda nuestra vida cristiana, y la convierte en un constante “Kairós”.
Al hablar de “Kairós” en este contexto, nos referimos al momento de gracia, al “ahora”. AHORA el Señor me está llamando; AHORA es tiempo de responderle; AHORA Dios me está hablando; AHORA debo seguirle.
Podemos descubrir este “Kairós” –el “ahora”– a lo largo de todo el evangelio. Jesús mismo, cuando llora sobre Jerusalén, se lamenta diciendo: “¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos (…), porque no has conocido el tiempo de tu visita” (Lc 19,42-44).
Así, toda la vida cristiana se convierte en un llamado a despertar, pues es AHORA, en el corto tiempo de nuestra vida, cuando podemos servir al Señor; es AHORA que podemos cooperar en la salvación de las almas, con nuestra vida y nuestra oración; es AHORA que podemos obtener méritos para la vida eterna.
El gran enemigo de esta actitud de “Kairós” en la vida cristiana es el letargo espiritual, el estar demasiado envueltos en los asuntos de este mundo, sin conservar la distancia necesaria frente a él para poder impregnarlo en la fuerza de Dios. Si nuestros ojos interiores están adormilados, no podremos ver ni oír el llamado de Dios en las situaciones concretas de nuestra vida.
La Sagrada Escritura se lamenta de aquellos que “tienen ojos y no ven; tienen orejas y no oyen” (Sal 135,16b-17a). Se trata de aquellos que no están despiertos para el llamado de Dios; aquellos que están encerrados en sí mismos; aquellos que no están dispuestos a salir de sí mismos para servir a Dios; aquellos que no dejan sus redes ni abandonan a su padre, como lo hicieron los apóstoles; aquellos que no quieren abandonar la vida a la que están habituados… En el peor de los casos, será que sus corazones se han endurecido.
Ahora bien, tampoco debemos creer que el estar despiertos para el llamado de Dios significa una nerviosa, tensa y exagerada atención frente a todo lo que nos rodea. ¡No es así! Más bien, se trata de una vigilancia espiritual, que el mismo Espíritu de Dios obra en nosotros. Así como Jesús se dirigió específicamente a cada discípulo, el Espíritu de Dios nos habla también a cada uno de nosotros. Así como los discípulos siguieron al Señor, también nosotros debemos seguir las mociones del Espíritu.
Para terminar, quisiera dirigir una palabra a los padres de familia. ¡No hay nada más grande para los hijos que seguir un auténtico llamado de Dios! La vocación está por encima de las obligaciones familiares, y es más grande que los planes e ideas que los padres tengan para el futuro de sus hijos. El evangelio que hoy hemos escuchado no nos dice que Zebedeo hubiese retenido a sus hijos Santiago y Juan, cuando Jesús los llamó. ¡Hay que responder al llamado de Dios, porque es un gran honor y una obligación de amor para con Dios y los hombres! ¡Dichosos los hijos que escuchan el llamado y lo siguen! ¡Y dichosos los padres que los apoyan y no los retienen!