EL JUICIO FINAL 

“Vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono. Fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida. Y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras” (Ap 20,12).

Todas nuestras obras quedan grabadas en la memoria de nuestro Padre Celestial y cada persona será juzgada según el amor y la justicia. Nuestro Padre conoce aun lo más recóndito, lo escondido en el fondo de nuestro corazón.

Si no tenemos presente en nuestra vida la realidad del juicio y no actuamos con esta consciencia, entonces perdemos una orientación esencial para nuestra existencia. En efecto, la realidad del Juicio Final nos muestra la seriedad última de nuestra vida y nos llama a la responsabilidad. Es capaz de sacudirnos y despertarnos, para que vivamos con prudencia y sobriedad de cara a Dios. Con esta consciencia, dejaremos atrás cualquier tipo de frivolidad y aspiraremos las “cosas de arriba” (Col 3,2).

Quizá algunas personas perciben esta verdad que la fe nos enseña como una amenaza. Pero esto sólo puede ser el caso si no conocen a nuestro amoroso Padre como Él realmente es y aún no han asimilado suficientemente la profundidad de nuestra fe.

¡Qué no hace nuestro Padre con tal de comunicarnos su amor y su constante deseo de perdonarnos! Son múltiples los pasajes de la Sagrada Escritura que lo atestiguan. Basta con contemplar la Cruz de Jesús para entender hasta dónde llega el amor de Dios para salir a nuestro encuentro y atraernos hacia sí. Dios no teme donarse a sí mismo con tal de darnos la vida eterna e inscribirnos en el Libro de la vida.

No, no hay motivo para temer el Juicio Final si hemos andado en los caminos de Dios. Antes bien, la consciencia del Juicio ha de ser un estímulo para atesorar las buenas obras que podremos entonces presentar. Cuando, a la hora de nuestra muerte, tenga lugar nuestro juicio particular, el Señor nos recompensará por ellas. Cuando llegue el momento del Juicio Universal en presencia de todos los hombres, nuestras buenas obras serán nuestra gloria.

Si lo miramos de la manera correcta, podemos esperar el gran Día del Señor con alegría y con serenidad, e incluso anhelarlo con el más profundo deseo, como es propio de los hijos.