Seguimos meditando detalladamente el capítulo 17 de San Juan, que es expresión eminente de la profunda relación entre el Padre y el Hijo. Alzando los ojos al cielo, Jesús dijo a su Padre:
“He manifestado tu Nombre a los hombres que del mundo me diste. Eran tuyos y me los diste, y han guardado tu palabra” (Jn 17,6).
Es el Hijo de Dios quien nos revela el Nombre del Padre, quien nos lo da a conocer y nos muestra su bondad, pues “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo” (Mt 11,27b).
Este es el fuego que arde en el Corazón de Jesús; este es su impulso, que lo mueve a toda hora y en todo lugar, y que lo sostiene aun en las horas más amargas: el Padre le ha encomendado a los hombres.
Nuestro Padre no pudo haber puesto en mejores manos a sus ovejas que bajo el cuidado de su amado Hijo, el Buen Pastor, que da su vida por ellas (Jn 10,11). En efecto, son sus hijos, a los cuales Él llamó a la vida para que tuvieran parte en la plenitud de su amor; son sus hijos, a los que envuelve con la plenitud de su amor. Son sus hijos, que han de volver al camino después de haberse extraviado y vivir como hijos suyos. Son sus hijos, que han de conocer, honrar y amar a su Padre del cielo.
¿A quién más podría haber enviado el Padre para rescatarlos de la noche del pecado y de la ignorancia?
Sólo a Aquél que lo conoce como Él es en verdad;
Sólo Él, que actúa en la plenitud de su amor;
Sólo Él, que sabe tratar conforme a la Voluntad del Padre el tesoro que le ha sido encomendado;
Sólo Él, que permanece fiel a su misión hasta la muerte;
Sólo Aquél en quien el Padre mismo viene a nuestro encuentro.
Y, al volver al Padre, Jesús trae consigo su trofeo:
Son todos aquellos que han guardado la Palabra de Dios, de tal modo que cobró vida en ellos.
Son aquellos que se han abandonado en el Hijo de Dios y le han guardado fidelidad.
Son aquellos en cuyos corazones el Espíritu clama: “Abbá, Padre” (Gal 4,6).