“A veces paso días e incluso años cerca de ciertas almas, para poder asegurarles la felicidad eterna. Ellas no saben que estoy ahí, esperándolas, que las llamo a cada instante del día… Sin embargo, yo no me canso nunca (…).
He aquí un ejemplo: Es un alma que está a punto de morir… Esta alma ha sido siempre para mí como el hijo pródigo.
Yo la colmaba de bienes; pero ella los despilfarraba, así como también todos esos dones gratuitos de su amantísimo Padre. Además, me ofendía gravemente. Yo la esperaba, la seguía a todas partes, le concedía nuevos favores, como la salud y los bienes que le permitía ganar como fruto de su trabajo, hasta el punto de que tenía incluso en sobreabundancia. A veces, mi Providencia le proporcionaba nuevos favores. Así, ella vivía en abundancia; pero sólo veía a través de la triste penumbra de sus vicios. Toda su vida fue un conjunto de errores, a causa del pecado mortal habitual.
Pero mi amor jamás se dio por vencido. Continuaba siguiéndola; la amaba y, a pesar de sus rechazos, yo estaba contento de vivir pacientemente cerca de ella, con la esperanza de que quizá un día escuchase mi amor y volviese a mí, su Padre y Salvador.
Finalmente, se acerca su último día… Le envío una enfermedad para que pueda estar recogida y regrese a mí, su Padre. Pero el tiempo pasa, y he aquí a mi pobre hijo, a los 74 años de edad, en su última hora. Como siempre, yo sigo ahí, y le hablo con más bondad que nunca. Insisto, llamo a mis elegidos para que recen por él, para que pida el perdón que le ofrezco. En ese instante, antes de expirar, abre sus ojos, reconoce sus errores y lo mucho que se ha desviado del verdadero camino que conduce a mí. Vuelve en sí, y entonces, con voz débil, que nadie a su alrededor logra escuchar, me dice:
‘¡Oh, Dios mío! Ahora veo cuán grande ha sido tu amor por mí, y yo te he ofendido constantemente con una vida tan mala. Nunca pensé en ti, mi Padre y mi Salvador. A ti, que todo lo ves: por todo este mal que ves en mí y que reconozco en mi confusión, ahora te pido perdón y te amo, ¡oh Padre y Salvador mío!’
En ese mismo instante murió, y aquí está ahora, delante de mí. Yo lo juzgo con el amor de un Padre, tal como me llamó. Está salvado. Tendrá que quedarse por un tiempo en el lugar de expiación, y luego será feliz por toda la eternidad. Y yo, que durante su vida me complacía en la esperanza de salvarlo una vez que se arrepintiese, me regocijo ahora aún más con mi corte celestial, porque se ha cumplido mi deseo de ser su Padre por toda la eternidad.” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).