Lc 12,8-12
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Os digo que si alguien se declara a mi favor ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará a su favor ante los ángeles de Dios. Pero si alguien me niega delante de los hombres, también será negado delante de los ángeles de Dios. A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará.
Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir.”
La blasfemia contra el Espíritu Santo… ¡Es un tema difícil de tratar!
Pueden haber almas muy escrupulosas que temen haber cometido el pecado contra el Espíritu Santo, el cual, de acuerdo a las Sagradas Escrituras, no se perdona.
En realidad, el pecado contra el Espíritu Santo consiste en que, a pesar de poseer el pleno conocimiento de la verdad, se actúa de forma contraria y se persevera en esta contradicción. Como consecuencia, se da una creciente ceguera, una obstinación en la culpa y un endurecimiento del corazón.
No podemos saber si una persona se ha obstinado hasta el final de su vida en este pecado, pues desconocemos lo que sucedió a la hora de su muerte entre ella y Dios, y además ignoramos el nivel de conocimiento o desconocimiento que tenía.
Pero sí podemos estar seguros de que Lucifer cometió este pecado, pues a él no se le puede perdonar su culpa, y tampoco él pide que se le perdone. En él no hay arrepentimiento ni nostalgia de Dios; sino que su estado es el de una incesante obstinación en el pecado. Él no posee un verdadero conocimiento del amor de Dios. Se trata de un estado deplorable, del cual Dios quiere preservar a cada uno de sus hijos.
Una negación del Señor, por grave que sea, puede ser perdonada. De hecho, sabemos que el mismo Pedro negó tres veces al Señor; pero se arrepintió y Jesús le perdonó (cf. Mc 14,66-72). El Señor ni siquiera le retiró la misión que le había confiado, sino que lo estableció como cabeza de su Santa Iglesia. Jesús conocía las circunstancias de las negaciones de Pedro: sabía que había actuado bajo la influencia del temor a la muerte o de otros miedos existenciales; pero no se trataba de una rebelión contra Dios, como es el caso en el pecado contra el Espíritu Santo. En la historia de la Iglesia fueron muchos los cristianos que, en su debilidad, negaron al Señor cuando se encontraban frente a grandes peligros. No todos tuvieron la fortaleza para padecer el martirio. También hubo otros que negaron al Señor por conveniencia, y, en este caso, nuevamente el juicio es distinto.
La clave para resistir en las grandes tribulaciones es el Espíritu Santo. Uno de sus dones es precisamente el espíritu de fortaleza. Este don nos concede la fuerza para ir más allá de los límites de nuestra debilidad humana, de manera que podamos profesar nuestra fe en Jesús aun ante el peligro. Sólo podremos mantenernos firmes en tiempos de gran tribulación si nos aferramos al Espíritu Santo, sin recaer en la debilidad de nuestra naturaleza humana. Nuestra propia fuerza no es suficiente, como nos muestra la historia de Pedro. En cambio, después de Pentecostés, una vez que había sido fortalecido por el Espíritu Santo, lo vemos proclamando el evangelio lleno de valentía y sin temor (cf. Hch 2,14-36), e incluso enfrentándose al martirio al final de su vida.
Por ello es tan importante que vivamos en una íntima relación con el Espíritu Santo, para que sus dones puedan desarrollarse en nosotros. Con frecuencia se desconoce a esta Tercera Persona de la Trinidad, y no se vive en una estrecha unión con Él. Sin embargo, ¡es Él nuestro Maestro interior!
También en las situaciones que el evangelio de hoy describe posteriormente, podemos ver la necesidad de la ayuda del Espíritu Santo. Es Él quien nos enseñará lo que hemos de decir a la hora de nuestra defensa. ¡Podemos estar tan seguros de su ayuda que no hace falta preparar nuestra defensa a nivel humano!
Del mismo modo, con la confianza puesta en el Espíritu Santo, podremos superar nuestras dificultades personales, las crecientes amenazas a las que nos enfrentamos en el mundo y las confusiones existentes en la Iglesia… Él nos enseñará qué es lo correcto en cada situación, y nos fortalecerá para ponerlo en práctica. Por nuestra parte, hemos de seguir con seriedad el camino de seguimiento de Cristo, para tener la disposición adecuada para que el Espíritu de Dios pueda actuar en nosotros.