Después de haber meditado los frutos del Espíritu Santo, no podemos cesar de alabar a la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Precisamente en este día, en que descendió sobre nosotros de forma tan maravillosa, enviado por el Padre y el Hijo, nuestro corazón se eleva lleno de gratitud, por el consolador prometido por Jesús, que permanecerá siempre junto a nosotros. Por eso queremos seguir meditando sobre Él y aprender a comprenderlo y amarlo cada vez más.
En tiempos previos, la Iglesia celebraba toda una Octava de Pentecostés, así como se lo hace en la Fiesta de Navidad y de Pascua. Aunque oficialmente ya no existe esta Octava, queremos honrar especialmente al Espíritu Santo en estos días venideros, hasta el próximo domingo, que está dedicado a la Santísima Trinidad.
Hoy queremos mirar al Espíritu Santo como el alma de toda verdadera evangelización y misión.
En Pentecostés, celebramos el grandioso acontecimiento del descenso del Espíritu Santo, cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo. Junto con San Pedro, reconocemos que se ha cumplido la profecía de Joel: “Se está cumpliendo –dice el Apóstol- lo que se dijo por el profeta Joel: ‘Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes tendrán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños.” (Hch 2,16-17).
Ese signo extraordinario de que todos los ahí presentes, que procedían de las más diversas regiones del mundo, podían oír en su propia lengua lo que los apóstoles decían (cf. Hch 2,8-11), era también un signo para el futuro. La Iglesia, que se hizo visible en el día de Pentecostés, ha sido enviada para anunciar el evangelio a todos los pueblos (cf. Mt 28,19).
El Señor Resucitado había encomendado a sus discípulos que esperaran el descenso del Espíritu Santo, antes de dar inicio a su misión universal (cf. Lc 24,49). Sólo iluminados y fortalecidos por su constante presencia, podrían llevar el evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8), pues es el Espíritu el que nos recuerda todo cuanto Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). ¡Él es la memoria viva del Señor en nosotros!
Sólo ahora las gentes quedan tan tocadas por el discurso de Pedro, que preguntan a los apóstoles: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hch 2,37)
Esta pregunta -“¿qué hemos de hacer?”- es señal de una verdadera conversión. Y es que cuando hemos sido convencidos por el Espíritu Santo, que es quien nos lleva a la verdad plena (cf. Jn 16,13), la única pregunta que queda por hacerse es la que refiere a la voluntad concreta de Dios.
La conmoción de los oyentes se debe, entonces, al Espíritu Santo, que los toca en su interior. Por una parte, es Él quien inspira las palabras de San Pedro; por otra parte, es este mismo Espíritu quien obra en el corazón de los oyentes, para que acojan la verdad anunciada.
La respuesta concreta que da Pedro a esta pregunta es: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados y para que recibáis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38).
Este pasaje bíblico nos muestra aspectos esenciales sobre la evangelización. No somos nosotros los que podemos convertir a las personas con nuestras propias fuerzas; pero, en la íntima unión con el Espíritu Santo, podemos ser instrumentos –como lo fue San Pedro—para decir las palabras oportunas y dar testimonio de vida, de manera que Dios pueda obrar la conversión en el corazón de los oyentes.
Entonces, el Espíritu Santo ha sido enviado para la evangelización, para continuar la obra del Señor a través de los apóstoles y sus sucesores. Es Él quien los ilumina y fortalece; es Él quien los mueve y los conduce a la verdad plena.
El Espíritu Santo es quien guía a la Iglesia; Él ilumina el entendimiento del hombre para que comprenda mejor las verdades de la fe. Él, junto con la Iglesia, nos concede los dogmas de fe. ¡Esta es la razón por la cual nosotros, los fieles, los acogemos y creemos como verdades irrevocables! Así, a través de los dogmas, el Espíritu Santo nos preserva de las falsas doctrinas y errores, en los contenidos esenciales de nuestra santa fe.
Entonces, si reconocemos a Jesús como el Señor y el Mesías, es gracias a la obra de Dios, como Él se lo dijo a Pedro cuando éste hizo su profesión de fe: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.” (Mt 16,16-17). Quien haya llegado a esta convicción, normalmente no la volverá a perder; a menos que caiga en pecado y se desvanezca así la luz de la fe.
En fin, el Espíritu Santo es la clave de la evangelización; el alma de la misión, para llevar el anuncio del Señor hasta los confines de la Tierra. Si en la Iglesia decae el celo por las almas; si se descuida la misión; si la fe se vuelve frágil y la lucha por la santidad se debilita, todo es un indicio claro de que la acción del Espíritu Santo se disminuirá, porque no lo escuchamos ni le obedecemos lo suficiente…
Por eso hace falta una renovación y profundización de nuestra vida espiritual, para que el fuego del Espíritu Santo arda constantemente en nosotros y para que no nos cansemos de pedirle que conduzca a Jesús a muchas personas, incluidos nuestros hermanos mayores, los judíos, así como también personas de otras religiones; pero especialmente a aquellos que están muy lejos de Él.