El Espíritu Santo no solamente guía a la Iglesia y a los apóstoles en lo que refiere a la evangelización y a la doctrina de la fe; sino que Él es también el Maestro de nuestra vida interior. Después de haber vivido una auténtica conversión a Cristo, Él nos conduce hacia un auténtico y concreto seguimiento del Hijo de Dios. Bajo su suave influjo nos vamos transformando, y entonces pueden madurar en nosotros aquellos frutos del Espíritu sobre los que habíamos meditado antes de Pentecostés.
El mismo Espíritu de amor que guía a la Iglesia y nos lleva a la verdad plena, es el que también modela nuestra alma según la imagen de Dios. Cuando Jesús volvió al Padre, Él, junto con el Padre, nos envió al Espíritu Santo, que permanecerá siempre con nosotros (cf. Jn 14,16). Sí: ¡El Espíritu de Dios ha sido infundido en nuestros corazones (cf. Rom 5,5)!
En el sacramento del Bautismo se nos concedió la gracia santificante, y nos fueron infundidas tanto las virtudes como los dones del Espíritu Santo. Sobre estos últimos queremos meditar en los días venideros, porque son estos dones los que modelan y transforman nuestra vida interior. Son principios de carácter sobrenatural, que nos hacen capaces de acoger la ayuda del Espíritu Santo, de identificar Sus mociones y de aprovecharlas. Así, son una constante disposición que Dios ha colocado en las potencias de nuestra alma; una disposición a escucharlo y seguirle… Cuanto más hagamos esto, tanto más fácil se tornará el camino, porque podrá crecer el amor infundido en nosotros.
Nuestro “Maestro interior”, el Espíritu Santo, que es el mismo que ha obrado nuestra conversión a Cristo, quiere ahora guiarnos hacia una segunda conversión, que podríamos llamar “conversión del corazón”.
Él nos invitará a leer y meditar la Sagrada Escritura, a orar con regularidad, a recibir los sacramentos, a participar de diversas formas en la vida de la Iglesia, a practicar las obras de misericordia corporales y espirituales…
El Espíritu Santo nos mostrará la belleza de las virtudes y atraerá nuestra voluntad para practicarlas: tanto las virtudes cardinales (la fortaleza, prudencia, templanza y justicia), como también las otras virtudes cristianas: la humildad, la caridad, la castidad, la paciencia, la moderación, la benevolencia, la diligencia…
Hemos de estar conscientes de que nos espera un largo camino en nuestro seguimiento de Cristo, pues así como el crecimiento corporal y psicológico toma su tiempo, también el crecimiento espiritual requiere de un proceso para llegar a la madurez.
Aunque nos esforcemos sinceramente, una y otra vez nos encontraremos con nuestras propias limitaciones. Éstas proceden de nuestra naturaleza caída, y no podremos superarlas con nuestras propias fuerzas. Por eso, nuestro “Maestro interior” viene a nuestro auxilio con Sus siete dones, para obrar a través de ellos nuestra transformación interior y hacernos capaces de dar los pasos necesarios. Vale aclarar que estos siete dones del Espíritu son distintos a los dones carismáticos de los que nos habla San Pablo en la Carta a los Corintios (cf. 1Cor 12,4-11). Los carismas (como, por ejemplo, la profecía o la enseñanza) -que también son dones del Espíritu Santo- sirven para la edificación de la comunidad; los siete dones del Espíritu, en cambio, despliegan la vida de Dios en nosotros.
Podemos verlo, por ejemplo, en la figura de Pedro. Si antes del descenso del Espíritu Santo él negó tres veces al Señor, porque su amor a Jesús no era lo suficientemente fuerte y se dejaba llevar más por su inclinación natural, después de Pentecostés fue capaz de dar un testimonio intrépido. Era el espíritu de fortaleza que obraba en él, y que posteriormente lo hará capaz incluso de padecer el martirio.
Es por eso que es tan importante entrar en una viva relación con el Espíritu Santo, percibir Su presencia en nosotros y escucharlo. Podremos llegar a una gran familiaridad con Él, porque, de hecho, Él mora en nosotros y está siempre dispuesto a realizar en nuestro interior Su obra de amor. Será esencial que los dones del Espíritu Santo lleguen a ser plenamente eficaces en nosotros, porque entonces seguiremos Sus impulsos con más facilidad y rapidez.
Por eso, nos dedicaremos en los próximos días a conocer mejor estos maravillosos regalos del Espíritu Santo, para agradecer a Dios por lo que nos da y para dejarnos guiar en todo por Su Espíritu.