A través de la Cruz, también Dios Padre desciende hasta nosotros, y en la Eucaristía el Señor nos concede verdadera vida (cf. Jn 6,35). En los sagrarios de las iglesias Él establece su trono, esperando que acojamos su cercana presencia y sus gracias.
Pero también a través del Espíritu Santo el Padre quiere morar en nuestra alma, como nos da a entender en el Mensaje a la Madre Eugenia:
“La obra de esta Tercera Persona de mi Divinidad se realiza sin bullicio, y a menudo el hombre no lo percibe. Pero para Mí es una manera muy apropiada de permanecer, no solo en el Tabernáculo, sino también en el alma de todos aquellos que están en estado de gracia, para establecer allí Mi trono y morar siempre ahí, como un verdadero Padre que ama, protege y asiste a su hijo.”
El Espíritu Santo, nuestro amigo divino, viene muchas veces a nosotros sin que nos demos cuenta, y empieza a difundir su luz divina en nuestro interior. Su forma de obrar suele ser muy delicada y suave. Él siempre nos atrae a practicar el bien y nos enseña a evitar el mal, dondequiera y de cualquier forma que se presente. Sin embargo, sólo podrá poner su morada en el alma cuando ella viva en estado de gracia. Mientras no sea así, Él la atraerá y la llamará para que se abra al amor divino, a fin de prepararla para la inhabitación de Dios.
El Padre quiere establecer su trono en nuestra alma y morar en ella para siempre. Así que nunca estamos solos; siempre podemos contar con el amor que Dios nos tiene. Él nunca nos abandonará, sino que quiere vivir en íntima comunión con nosotros. Y nosotros, por nuestra parte y con la ayuda del Espíritu Santo, tengamos mucho cuidado de no manchar nuestra morada interior. Y en caso de que suceda, acudamos inmediatamente al Señor, para ser purificados por la sangre del Cordero (1Jn 1,7). Nuestro Padre siempre estará dispuesto a fortalecernos nuevamente en el Sacramento de la Penitencia.