EL ESCUDO DE LA FE

“Tomad en todo momento el escudo de la fe, con el que podáis apagar los dardos encendidos del Maligno” (Ef 6,16).

Estas palabras sólo pueden aplicarse a la fe verdadera y sin adulteraciones que nuestro Padre ha confiado a su Iglesia. Se trata tanto de la fe en la Santísima Trinidad como también en todo aquello que la Santa Iglesia enseña auténticamente. En cuanto ya no preservaremos intacta esta fe y nos abramos a cualquier falsa doctrina, por mínima que parezca, el escudo de la fe se vuelve frágil y ya no podrá defendernos de los dardos encendidos del enemigo. Supongamos, por ejemplo, que uno deja de creer en la Resurrección corporal de Cristo o en su presencia real en el Santísimo Sacramento; o piensa que el infierno no existe u otras desviaciones semejantes de la fe. ¿Cómo podremos entonces seguirnos defendiendo de los ataques?

En cambio, si nos aferramos a la verdadera fe y permanecemos así íntimamente unidos al Señor, los demonios no podrán penetrar en el interior del hombre con los dardos de sus mentiras. La fe sencilla los desenmascará, así como también lo hará con los falsos maestros que esparcen el veneno de las falsas doctrinas y prácticas, induciendo así a error a las almas. Gracias a la fe, los dardos disparados en nuestra contra pierden su fuerza y su ardiente veneno es extirpado.

Nuestro Padre nos ha equipado con todo lo necesario para el combate contra las fuerzas del mal. Sólo tenemos que aferrarnos a Él y a su Palabra, y rechazar aquello que no corresponde a la verdad. Nuestra fe es clara y no tolera vaguedades ni ambigüedades. Todo lo que pretenda situarse por encima de la fe viene del mal y no de nuestro Padre, pues en Él no hay engaño.

Preservemos y profundicemos nuestra santa fe y no prestemos nuestros oídos cuando ésta sea cuestionada o relativizada. ¡Usemos la fe como escudo!