1Cor 9,16-19.22-23 (Lectura correspondiente a la memoria de San Francisco Javier)
Predicar el evangelio no es para mí ningún motivo de vanagloria, pues estoy bajo el deber de hacerlo. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa; y si lo hiciera forzado, al fin y al cabo es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, mi recompensa consiste en predicar el Evangelio gratuitamente, renunciando al derecho que me confiere su proclamación. Efectivamente, a pesar de sentirme libre respecto de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los que más pueda. Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos para salvar a algunos al precio que sea. Y todo esto lo hago por el Evangelio, para ser partícipe del mismo.
Después de la introducción al Adviento y el fuerte énfasis que hemos hecho en las meditaciones de los últimos días en el mandato misionero que le ha sido confiado a la Iglesia y que está en peligro de descuidarse, conmemoramos hoy a uno de los más grandes misioneros de nuestra Santa Iglesia: San Francisco Javier. En condiciones inimaginables y bajo fatigas inconmensurables, anunció el Evangelio hasta los confines de la tierra. Escuchemos algunas palabras que brotan de lo más profundo del corazón de este gran misionero, contenidas en una carta que escribió desde Goa (India) al Superior General de su Orden, San Ignacio de Loyola, con quien fundó la Compañía de Jesús:
“Muchos, en estos lugares, no son cristianos, simplemente porque no hay quien los haga tales. Muchas veces me vienen ganas de recorrer las universidades de Europa, principalmente la de París, y de ponerme a gritar por doquier, como quien ha perdido el juicio, para impulsar a los que poseen más ciencia que caridad, con estas palabras: ‘¡Ay, cuántas almas, por vuestra desidia, quedan excluidas del cielo y se precipitan en el infierno!’
¡Ojalá pusieran en este asunto el mismo interés que ponen en sus estudios! Con ello podrían dar cuenta a Dios de su ciencia y de los talentos que les ha confiado. Muchos de ellos, movidos por estas consideraciones y por la meditación de las cosas divinas, se ejercitarían en escuchar la voz divina que habla en ellos y, dejando de lado sus ambiciones y negocios humanos, se dedicarían por entero a la voluntad y al arbitrio de Dios, diciendo de corazón: ‘Señor, aquí me tienes; ¿qué quieres que haga? Envíame donde tú quieras, aunque sea hasta la India.’”
San Francisco Javier estuvo en India, en Japón y en Indonesia, conquistando innumerables almas para el Señor y bautizándolas. ¡Un verdadero apóstol!
El Apóstol actúa por encargo del Señor… ¡Qué afirmación tan esencial! Quien ha recibido un encargo de parte del Señor, no se cuestionará en cada encrucijada si desea o no aquello que le espera. Ya le ha dado su “sí” a Dios, y se ha puesto así totalmente a su servicio. Entonces, ya no se pertenece a sí mismo, sino únicamente al Señor. Ciertamente hay que entender desde esta perspectiva las palabras de San Pablo de que está “bajo el deber” de predicar el Evangelio… ¡Él sólo cumple el encargo recibido! Si se quiere, se puede decir que esta misión encomendada rige sobre él, de manera que todos sus pensamientos y toda su fuerza interior se enfocan en cumplir el encargo. ¡Él se somete totalmente a esta misión!
El modelo supremo e insuperable en ello es el Señor mismo. Jesús vino para cumplir la Voluntad del Padre (cf. Jn 6,38). En todo y en cada momento, Él llevaba a cabo su misión. ¡Y lo hacía por amor al Padre y por amor a nosotros!
Lo mismo sucede con el Apóstol Pablo… Desde el momento en que tuvo la visión del Señor (Hch 9,1-19), vivió en la misión que éste le encomendó. Le entregó al Señor toda su libertad, y por eso no hace falta tomar cada vez una nueva decisión… Su voluntad está, por así decir, atada al Señor; su libertad ya se la ha entregado por completo a Él, y todo lo demás es consecuencia de ello.
Ciertamente ésta fue también la actitud del gran misionero jesuita San Francisco Javier, a quien conmemoramos en este día. ¡Una vida como la de este heroico santo puede producir abundante fruto!
Puesto que con su libertad se entregaron por completo al Señor y están bajo un “deber que hay que cumplir”, es posible para un San Pablo u otros misioneros hacerse “esclavos” de todos. Esto quiere decir que toda situación la veían desde la perspectiva de cómo conquistar más personas para el Evangelio. A partir de esta entrega, sabían encontrar el camino dispuesto por Dios para alcanzar los corazones, porque no había camino que les fuese demasiado largo, ni cruz que les fuese muy pesada, ni encargo demasiado grande… ¡Es el Señor mismo actuando en ellos!
¡Qué hermoso es admirar a estos grandes apóstoles! Pero, más allá de la admiración, su vida de entrega se convierte en una exhortación para nosotros… ¿Cuál es la misión que me ha sido encomendada? ¿Qué es lo esencial en mi vida? ¿Es que mi vida ya está tan claramente direccionada? ¿Ya le pertenezco a Dios de la misma forma como lo veo en un San Pablo? ¿O acaso tambaleo todavía, no me decido del todo, estoy aún apegado a diversas cosas…? ¿Es que le he entregado a Dios toda mi libertad?
El Tiempo de Adviento nos invita a contemplar más profundamente la entrega de Dios: Él “no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se anonadó a sí mismo y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Fil 2,6-7). ¡Dios mismo nos da ejemplo del amor perfecto! Él se hizo todo para todos, para conquistarnos con su amor. Si imitamos su entrega, nuestra vida se convertirá cada vez más en una misión: Anunciar el amor de Dios y estar totalmente a su servicio.
Los apóstoles le siguieron incondicionalmente, y hasta el día de hoy el Espíritu del Señor suscita personas que, como San Francisco Xavier, dejan todo atrás por causa suya.
El mandato misionero no puede relativizarse ni mucho menos abolirse. Permanece siempre vigente, y si los llamados ya no lo cumplen como Dios quiere, entonces las piedras gritarán (cf. Lc 19,40).