“Primicia de la sabiduría es el temor del Señor.” (Sal 111,10)
“Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación.” (Fil 2,12)
El don de temor de Dios produce en el alma del hombre un fuerte rechazo hacia el pecado, que evitará minimizar o relativizarlo. Ésta es una de las primeras lecciones que el Espíritu Santo concede al alma que busca la santidad, para prepararla para la unificación con Dios. El amor ha despertado ya en el alma, y ella entiende que sólo el pecado puede separarla de Dios. Por eso trabaja con temor y temblor por su salvación.
Uno de nuestros grandes obstáculos es el orgullo, que nos lleva a ofrecer resistencia a Dios y a colocarnos a nosotros mismos como meta. Este orgullo se manifiesta en un espíritu de desordenada independencia; en la aspiración de una falsa libertad. Este espíritu actúa en unos más que en otros, y puede llevar al alma a una vanidosa autocomplacencia. En cada pecado, por sutil que sea, se refleja la caída de Lucifer, quien ya no quiso servir sino reinar, quien buscaba su propia gloria en lugar de la de Dios.
El don de temor viene a nuestro auxilio contra este orgullo. Se trata del temor como de un niño, que no quiere hacer nada que pudiese disgustar a su Padre. No es un temor servil y escrupuloso, que evita el mal solamente por temor al castigo y puede llevar, por tanto, a una cierta rigidez y severidad. El temor de hijo, en cambio, permite una entrega generosa. Percibe la inconmensurable grandeza de Dios, y a la vez, su infinita misericordia. Entre estos dos polos madura el don de temor.
Cuando el espíritu de temor de Dios empieza a obrar en nosotros, podremos darnos cuenta con más facilidad cuándo estamos en peligro de hablar o actuar con ligereza, apoyados en la falsa autoconfianza de una naturaleza presuntuosa. Este don será una advertencia en nosotros, para examinar si aquello que decimos y hacemos corresponde a la actitud correcta ante Dios, y una y otra vez nos traerá a la memoria al Señor… Cuanto más sutilmente percibamos esta voz del Espíritu, tanto más identificaremos nuestras malas actitudes, para corregirlas con la ayuda de Dios. Esta corrección interior puede llegar a ser tan fina, que nos cause un verdadero dolor espiritual el percibir en nosotros el veneno del orgullo. La mirada a Dios se ha tornado en una mirada de amor, de amor al Padre Celestial, a quien de ninguna manera queremos lastimar.
Es importante que este don se desarrolle en nuestra vida espiritual, siendo así que es el inicio de la sabiduría. Esto es particularmente importante en vistas a la actitud de reverencia. El asombro ante la santidad de Dios evitará que abusemos de la confianza. Con la actitud de reverencia, por ejemplo, sabremos descubrir más a profundidad lo que significa la Santa Misa, y valorar la inmensidad del sacrificio de Cristo. Así, podremos contrarrestar aquellas tendencias que le quitan importancia a la actitud de respeto y reverencia ante las acciones sagradas. Si en nuestra Iglesia Católica van desapareciendo estos gestos de reverencia, procedentes del amor a Dios, y en su lugar aparece la mundanidad, las constantes habladurías, la dispersión, la comodidad, etc., entonces las personas ya no serán atraídas por aquel santo silencio que debería reinar en las iglesias, en el cual Dios puede tocar más fácilmente sus almas.
Pero el don de temor no sólo hace crecer el amor a Dios; sino que también cambia nuestra relación con el prójimo. Si aprendemos a verlo como un hijo amado de Dios, examinaremos más cuidadosamente nuestra forma de tratarlo, a la luz del don de temor, cuestionándonos si estamos correspondiendo al amor y respeto que merece. Así dejaremos a un lado las habladurías sobre nuestro hermano o hermana. Cuanto más eficaz sea el don de temor, tanto más delicados seremos frente a todas las obras de Dios, y todos los valores que tienen su origen en Él despertarán. Se podría decir que la actitud que se tenga para con el prójimo y también para con la Creación, puede ser una señal de si el don de temor de Dios está o no obrando en nosotros.
Para que puedan desarrollarse en nosotros estos dones infundidos por Dios, hemos de esforzarnos por tener un orden espiritual en nuestra vida interior, conforme a la virtud de la moderación. Esto quiere decir que, con la ayuda de esta virtud, debemos refrenar nuestras pasiones sensuales, que tan fácilmente se vuelven dominantes, y resistir a la seducción de los desordenados goces de los sentidos. Así, la virtud de la moderación es una ayuda para luchar contra nuestra naturaleza caída, con su tendencia a entregarse a las inclinaciones desordenadas, y para empezar a hacer uso de nuestra libertad como corresponde.