El don de piedad y el don de fortaleza

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El don de piedad

“El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios.” (Rom 8,16)

Si el don de temor de Dios nos lleva a adherirnos a Él con amor filial, evitando a toda costa ofenderlo, con el don de piedad el Espíritu Santo toca nuestra vida espiritual de manera muy suave y delicada, perfeccionando nuestra relación con Dios y con el prójimo, y haciéndola más sencilla.

El espíritu de piedad quiere conquistar el corazón de Dios como nuestro amado Padre. Queremos mostrarnos como verdaderos hijos suyos y causarle alegría en todas las cosas. Así, las más arduas y difíciles tareas pueden tornarse dulces y ligeras. El corazón empieza a amar cada vez más a Dios, a buscarlo, a percibir Su presencia y a entrar en un diálogo confiado con Él. ¡La relación con el Señor se vuelve cada vez más natural y familiar! El alma anhela incesantemente la gloria de Dios y quiere estimular a todas las almas a honrarlo. Es el Espíritu que hemos recibido, que exclama en nosotros: “Abbá, Padre” (cf. Rom 8,15). Este don nos da, además, la fuerza para aceptar todos los caminos de la Providencia divina.

El espíritu de piedad repercute también en la relación con el prójimo, en cuanto que nos ayuda a lijar todas nuestras asperezas y lo cortante en nosotros; a superar cualquier dureza en el trato con los demás, particularmente con aquellos que nos resultan desagradables o nos sean hostiles.

Nos resultará cada vez más claro que Dios es el Padre de todos los hombres, y que Él quiere impregnar nuestra vida. La relación con el prójimo ha de tornarse más delicada y amorosa. El don de piedad hará que nuestro corazón sea más suave y benigno.

Así, ponemos en práctica la virtud de la mansedumbre. Pero con nuestras propias fuerzas no lograremos una constante mansedumbre, menos aún estando en circunstancias adversas. Es así que nos damos cuenta de que no somos capaces por nosotros mismos. Entonces, Dios derrama en nosotros el don de piedad, y las durezas de nuestro corazón se derriten. Él toma en Sus manos nuestro corazón: “¡Haz mi corazón semejante al tuyo!”

Pidamos el espíritu de piedad especialmente cuando nos sintamos secos y fríos, y no nos turbemos. Precisamente la fidelidad y la constante oración -aun cuando no experimentemos un fervor a nivel sentimental- podrán atraer sobre nosotros el don de piedad.

La agilidad que trae consigo la piedad, procede del amor a Dios y también al prójimo. En una predicación escuché esta acertada frase: “Los ángeles ejecutan la Voluntad de Dios gustosa, total e inmediatamente.” Esto podría aplicarse perfectamente al don de piedad. Vale aclarar que, de ningún modo, hemos de creer que tal agilidad y facilidad procedería de nuestros sentimientos. ¡No es así! Más bien, está arraigada en la voluntad, pero empieza a tocar también las dimensiones más profundas del corazón. Sí, el corazón mismo anhela agradar a Dios.

El don de fortaleza

“Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro” (Lc 11,21)

El don de fortaleza se encarga de robustecer el alma, para que sea cada vez más valiente en el servicio del Señor. Nos da la fuerza para seguir las mociones e invitaciones del Espíritu Santo; para aceptar y querer todo lo que Dios quiere. La virtud de la fortaleza puede llegar a sus límites, precisamente cuando el alma se encuentra ante las más altas exigencias de la vida espiritual. Puede suceder que deseemos entregarnos a Dios, pero, por otro lado, aún tenemos miedo a abandonarnos, desprendernos y darle todo a Dios sin reservas. Reconocemos ya lo que Dios quiere de nosotros, y también lo queremos, pero somos demasiado débiles para hacerlo realidad.

Es ahí cuando Dios interviene directamente a través del espíritu de fortaleza, ayudándonos a dar los pasos decisivos. Entonces el alma queda dispuesta a cumplir la Voluntad del Padre, aun a precio de grandes sacrificios. La virtud de la fortaleza no lo hubiese logrado sola, a causa de nuestra débil naturaleza. El don de fortaleza, en cambio, nos consolida establemente en el bien y hace que estemos dispuestos a grandes sacrificios: por ejemplo, profesar la fe en un mundo hostil a Dios; permanecer firmes en la moral cristiana frente a una creciente inmoralidad; ser fieles a la Tradición y a la doctrina de la Iglesia en medio de tendencias contrarias; estar dispuestos aun al martirio…

Dios quiere almas valientes, que, al mismo tiempo, estén libres de cualquier forma de presunción o espíritu aventurero. Mientras que el presuntuoso o aventurero se confía con optimismo de su propia naturaleza, las almas valientes se apoyan en la fuerza de Dios.

Están conscientes de su debilidad y precisamente por eso confían tanto más en el Señor. Han comprendido que no les basta con practicar la virtud de la fortaleza para permanecer en el camino del Señor establemente y sin vacilar. Por eso, estas almas invocan el auxilio del don de Dios y lo acogen agradecidos, de manera que también se consolidan en la humildad.

Están llenas de una ardiente sed de santidad; no hay ningún rechazo a la gracia. Siempre consideran que lo que hacen por el Señor es aún muy poco. Están sedientas de la gloria de Dios y siempre dispuestas a asumir nuevos y fatigosos sacrificios. Con el espíritu de fortaleza, la vida espiritual se vuelve estable y constante; la obediencia, más presta a seguir las indicaciones que el Señor dirige al alma. Los deberes de estado los cumple más cuidadosamente, así como también los deberes espirituales en la vida religiosa. Se supera la inestabilidad y toda la persona se vuelve más firme, de manera que puede también ayudar a otros en su debilidad.