EL DON DE LA FORTALEZA

“Quiero mostraros cómo vengo a vosotros por medio de mi Espíritu Santo” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio). Nadie conoce nuestras debilidades mejor que nuestro Padre Celestial: nuestro desánimo, nuestra tendencia a rendirnos y a no tomar las decisiones correctas ni llevarlas a la práctica. Todo esto, entre muchas otras debilidades, limita nuestro testimonio cristiano y puede desanimarnos.Pero el Espíritu Santo viene en nuestra ayuda con el don de fortaleza. Él quiere consolidarnos de forma duradera en el buen obrar. Él nos atrae y nos anima a dar los pasos que nos acercan a nuestro Padre; nos invita a tomar decisiones magnánimas y valientes, y a ponerlas en práctica con su ayuda.

Los dones del Espíritu Santo nos van modelando a imagen de Dios, para hacernos semejantes a nuestro Padre, tal como Jesús nos exhortó: “Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).

Bajo el influjo del espíritu de fortaleza, nos volvemos fuertes en el amor, que es el más elevado de todos los dones. También aumenta nuestra capacidad de sufrir, de soportar desventajas y rechazos por causa del Señor. La fortaleza es el don eminente que actúa en los mártires, haciéndolos capaces de permanecer fieles a la fe aun en la mayor tribulación.

Fortalecido por el ángel en Getsemaní (Lc 22,43), Jesús recorrió por amor el camino de su Pasión hasta el final, cumpliendo así la Voluntad del Padre.

Revistiéndonos con el espíritu de fortaleza, nuestro Padre nos convierte en guerreros espirituales en su Reino, que exclaman junto a San Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Rom 8,35).