“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su propia alma?” (Mt 16,26)
A través de los dones de temor, de piedad, de fortaleza y de consejo, el Espíritu Santo guía sobre todo nuestra vida moral. A través de los dones de ciencia, de entendimiento y de sabiduría, en cambio, Él conduce directamente nuestra vida sobrenatural; es decir, nuestra vida centrada en Dios.
Los cuatro primeros dones llevan a plenitud las virtudes cardinales; los últimos tres, en cambio, perfeccionan las virtudes teologales. Estos tres últimos dones se relacionan con la contemplación, con la vida de oración, con la unificación con Dios.
En nuestro camino de seguimiento de Cristo, fácilmente caemos en la tentación de dejarnos llevar por la atracción de las criaturas, entrando en relaciones desordenadas con ellas. Y es que para nosotros, que somos seres sensitivos, no es fácil soportar la invisibilidad de Dios. Por eso nos resulta difícil permanecer en una adecuada relación con el mundo visible y resistir a su fuerza de atracción.
Gracias a la Sagrada Escritura, específicamente el libro de Eclesiastés, sabemos lo pasajeras y vanas que son las cosas creadas (cf. Ecl 1). Sin embargo, este conocimiento no logra penetrar nuestro interior. Sigue siendo un conocimiento de fe… A través de la ascesis, intentamos tener la relación adecuada con las cosas creadas, no estar atados a ellas y mantener la distancia necesaria. Pero, a la larga, esto no es suficiente, porque es necesario comprender a nivel más profundo que las criaturas, por sí mismas, son “nada”.
El don de ciencia nos permite experimentar la nada de las criaturas de tal forma que ya no nos queda duda alguna. La ciencia nos convence de la inestabilidad y deficiencia de las cosas creadas. Por eso, nos empuja a poner toda nuestra esperanza en el Señor. ¡Nuestro corazón ha de estar anclado solamente en Dios!
No basta con despreciar el mundo y distanciarse de él; sino que el Espíritu Santo nos lleva a trabajar en nuestras vanidades aun en sus más finas manifestaciones: en las pequeñas satisfacciones del amor propio, en la más mínima autocomplacencia, en los sutiles intentos de ganarnos la simpatía y la atención de los demás…
Bajo el influjo del don de ciencia, aprendemos con toda claridad que lo esencial es adherirnos a Dios; y que todo lo demás es secundario y puede ser simplemente vano.
Pero si hemos aprendido a mirar a este mundo en Dios, entonces las criaturas, en lugar de ser obstáculo, se convierten en una escalera hacia Él, pues reconoceremos en ellas las obras de Sus manos. Una vez que el don de ciencia haya iluminado el alma, las criaturas no serán ya un impedimento en el camino hacia Dios. Sea que las veamos en su nada o en su belleza; sea que las soltemos o hagamos uso de ellas según la necesidad; han llegado a ser un estímulo hacia Dios, para buscarlo y para amarlo a Él, que es la única e infinita belleza.
Cuanto más nos unamos a Dios, tanto menos buscaremos bienes y gozos terrenales. Además, el don de ciencia nos hará considerar los sufrimientos presentes como poca cosa en comparación a la bienaventuranza eterna (cf. Rom 8,18). Esto cuenta incluso para el martirio. El espíritu de ciencia comprende los sufrimientos soportados por amor.
Este don también le enseña al alma a conocerse a sí misma, impregna toda la vida y permite reconocer la guía de Dios en todas las circunstancias. Cada vez reluce con más claridad el plan que Dios tiene para nuestra vida, de manera que podemos identificar cuál es el motivo principal de nuestra existencia y encontrar así la paz. Con el espíritu de ciencia, el hombre reconoce cuál es su tarea; la Sagrada Escritura le habla con más fuerza y su sentido se vuelve cada vez más profundo; los evangelios cobran vida… El alma conoce con creciente intimidad el Corazón de su Redentor. La persona en la que obra el don de ciencia, también quiere guiar a los demás a un seguimiento más profundo de Cristo y trabajar con todas sus fuerzas para la salvación de las almas.
Entonces, el don de ciencia nos hace conocer interiormente la nada de las criaturas. Así, ya no se buscará la felicidad y la satisfacción en los bienes creados; sino solamente en Dios. En este sentido, decía Santa Teresa de Ávila: “Sólo Dios basta”. Y con este trasfondo, podemos comprender también la mística negativa de un San Juan de la Cruz, que ansiaba unificarse con Dios con todo su ser, y por eso dejó atrás todo lo creado.
Aunque el lenguaje místico pueda sonar similar en las diferentes religiones, existe una gran diferencia entre la mística cristiana y la mística del hinduismo o del budismo. En la mística cristiana se trata de vencer los apegos desordenados a las cosas creadas por Dios, que en sí mismas son buenas pero que pueden impedir que nos encontremos más profundamente con Él. En cambio, en la mística del hinduismo la Creación es en si misma una ilusión, que hay que dejar atrás. Por tanto, este tipo de mística parte de una imagen de Dios distinta.
Es esencial comprender que estos dones nos transmiten una visión contemplativa de las cosas. La experiencia de la nada de las criaturas no sucede en un proceso de reflexión mental; sino que se lo percibe interiormente. Esto marcará profundamente el alma e influirá en toda la vida espiritual. Entonces, cuando nos desprendemos del mundo visible -o, dicho en otras palabras, cuando el Espíritu Santo restituye la verdadera jerarquía de los valores- alcanzaremos una gran libertad interior, y podremos movernos en este mundo de tal forma que éste no impida nuestra unificación con Dios; sino que se convierta en un camino hacia Él.