«El Espíritu Santo está siempre dispuesto a iluminaros y fortaleceros» (Palabra interior).
La amistad creadora del Espíritu Santo se hace realidad en todos aquellos que se esfuerzan por amar al Padre celestial. Él acompaña, ilumina y fortalece el alma humana hasta convertirla en una constante alabanza a Dios, para que Él se glorifique cada vez más en ella.
El Espíritu Santo nunca se cansa de realizar su obra. Podemos considerarlo un divino artista, infinitamente paciente y siempre dispuesto a moldearnos con sus manos. Todas las deformaciones causadas por el pecado y la ignorancia deben superarse, en la medida en que sea posible en nuestra vida terrenal y dependiendo de nuestra docilidad a su obra. El alma redimida por el Señor recibe el adorno divino y resplandece en su verdadera belleza.
Dios, por su parte, hace todo lo que está en sus manos, pues desea que despertemos a nuestra dignidad de hijos de Dios y vivamos como tales. Desde el principio, nos otorgó esa dignidad y, cuando el hombre cayó en manos de los ladrones, envió a su propio Hijo al mundo para liberar del cautiverio a su alma, a menudo desfigurada hasta el punto de ser irreconocible.
Pero no termina ahí, sino que la Providencia de Dios nos envió al Espíritu Santo, el artista divino que quiere completar en nosotros la obra del amor divino. Pero este amor espera nuestra respuesta. Siempre nos precede, nos atrae y nos llama, pero no puede sustituir nuestro «sí» y nuestra confianza.
Nosotros, por nuestra parte, muchas veces no sabemos cómo quiere moldearnos este artista y, con frecuencia, tenemos imágenes erróneas de nosotros mismos. Por tanto, el Espíritu Santo suele ocuparse primero de disipar esas falsas imágenes.
La mejor forma de facilitarle la tarea al artista divino es confiar plenamente en Él y abandonarnos a su sabia guía. Él sabe lo que hace y cómo lo hace, y podemos estar seguros de que no se equivoca.
«Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos».