Hch 13,26-33
En aquellos días, cuando llegó Pablo a Antioquía de Pisidia, decía en la sinagoga: “Hermanos, hijos de la raza de Abrahán, y cuantos entre vosotros teméis a Dios: a vosotros ha sido enviada esta palabra de salvación. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes no reconocieron a Jesús ni entendieron las palabras de los profetas que se leen los sábados, pero las cumplieron al condenarlo.
“Aunque no hallaron en él ningún motivo de condena, pidieron a Pilato que le hiciera morir. Y cuando hubieron cumplido todo lo que estaba escrito respecto a él, lo bajaron del madero y lo pusieron en el sepulcro. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos. Él se apareció durante muchos días a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén, y que ahora son testigos suyos ante el pueblo. También os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa que Dios hizo a los antepasados la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: ‘Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy’.”
“¡El plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón, de edad en edad!” (Sal 33,11)
Dios realiza su plan de salvación, y, en su Omnipotencia, puede valerse de todas las circunstancias, aun de aquellas que resulten de malas intenciones. ¡Éste es un descubrimiento sumamente importante, porque, no pocas veces, pareciera que el mal triunfa, mientras que los planes de Dios aparentemente quedan opacados! Sin embargo, esta impresión se relaciona con nuestra falta de conocimiento, pues los planes de Dios son tan sabios y abarcadores, que sólo Él mismo, a través de su Espíritu, puede desvelárnoslos.
Los habitantes de Jerusalén y sus jefes no reconocieron a Jesús y actuaron conforme a su voluntad enceguecida, hasta el punto de condenar a nuestro Señor a la crucifixión. A nosotros no nos corresponde dar respuesta a la cuestión de la culpa que ellos cargan por este acto; pero lo que sí podemos hacer es dolernos y quedar desconcertados ante el hecho de que el Mesías haya sido rechazado precisamente por aquellos que pertenecían a su Pueblo. ¡Qué tragedia no haber acogido la hora de la gracia, el tiempo de la venida del Redentor! ¡Cuánto sufrimiento y cuántas consecuencias resultaron para Israel!
Ahora los apóstoles, fortalecidos e iluminados por el Espíritu Santo, hacen ver a los judíos que, con la Resurrección de Jesús, Dios ha cumplido su plan de salvación, anunciado desde antiguo. Sus oyentes han de saber que ni siquiera la atrocidad de la crucifixión del Hijo de Dios pudo impedir que Dios cumpliese su designio. ¡Es el Espíritu de Dios el que les abre los ojos! Ahora pueden reconocer todo en su contexto y, más aún, pueden dar una y otra vez testimonio de las proezas de Dios!
Todo esto puede despertar en nosotros una profunda confianza en la guía de Dios. Pase lo que pase, sea lo que sea que el Mal se proponga: ¡Dios conducirá todo a Su meta! Esto no cuenta únicamente en la historia de los pueblos; sino también en la vida personal.
Aquí hay que cuidarse de llegar a pensar que el mal quizá no es tan malo, por el hecho de que Dios lo integra en su plan de salvación y porque, al fin y al cabo, aquellos que fueron responsables de la muerte del Señor solamente realizaron el proyecto salvífico. ¡No es así! El acto malo sigue siendo malo, y aquel que lo haga tendrá que rendir cuentas. Pero no por eso se detendrá la historia de la salvación ni se la podrá frenar. Yo lo explicaría así: aunque sí se puede dilatar el cumplimiento de los planes de Dios, el mal no tiene el poder de impedirlo.
Tomemos como ejemplo a nuestros hermanos judíos… ¿Podemos imaginar cómo hubiese sido si, en ese entonces, habrían acogido el evangelio en gran número; si los jefes del pueblo habrían respondido al llamado a la conversión?
Dios sabe insertar todo en su plan de salvación; aun si nos deja la posibilidad de abrirnos o cerrarnos a la verdad. Precisamente por eso, nuestra tarea sólo ha de ser la de ponernos totalmente a disposición del Señor para Su obra, y servirle en una confianza sin límites. En sus manos y en Su sabiduría dejamos todo aquello que nosotros no podemos saber. Si fuese importante entender los contextos, el Espíritu de Dios nos los descubrirá. Y si no es importante, simplemente nos abandonamos en Él. ¡El Señor lo conducirá todo a los fines que sólo su Sabiduría conoce!