“A través del cumplimiento de mi Ley, quisiera hacerles vivir una vida más dulce” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
En los salmos encontramos maravillosas afirmaciones que expresan cuán importante es la Ley de Dios para el salmista:
“Oh Dios mío, en tu ley me complazco” (Sal 39,9).
“¡Oh, cuánto amo tu ley!” (Sal 118,97).
Y el Señor nos dice:
“El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama” (Jn 14,21), a lo que el Apóstol Juan añade: “Y sus mandamientos no son pesados” (1Jn 5,3).
La verdadera alegría surge de vivir en conformidad con la Voluntad de Dios, pues sólo entonces nuestra alma está realmente en paz. Nuestro Padre lo dispuso con inmensa sabiduría: Él mismo sembró en nuestro corazón el anhelo de Él. Si respondemos a este anhelo y emprendemos la búsqueda de Dios, entonces nuestra alma, una vez que lo haya encontrado, se aquieta “como un niño en brazos de su madre” (Sal 130,2). En cambio, si nos conformamos sólo con placeres terrenales o incluso perdemos el rumbo, nuestra alma se enturbia y queda insatisfecha e inquieta, como lo expresó San Agustín con tanto acierto: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.”
Así, la alegría a la que hace alusión nuestro Padre se convierte, de algún modo, en un criterio para medir el estado en que se encuentra el alma humana. Sin embargo, hay que saber distinguir entre la verdadera alegría y un sentimiento pasajero de felicidad, que puede ser activado por diversas cosas, pero que rápidamente se desvanece.
La alegría por guardar la Ley de Dios ciertamente viene acompañada de aquella paz interior que el Padre concede a la persona que, movida por el amor, busca sus preceptos. Es la alegría en Dios, que abre los ojos del alma para reconocer su sabiduría y le da la fuerza para seguir con gratitud por sus sendas.