Gal 2,19-20 (Lectura correspondiente a la memoria de Santa Brígida)
Hermanos: yo por la Ley he muerto a la Ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí.
San Pablo comprendió la fuerza liberadora del Evangelio y entendió que la salvación del hombre no le viene de cumplir muchos preceptos sino de acoger en la fe lo que Jesús hizo por nosotros. De acuerdo a lo que nos enseña la Iglesia, en el bautismo el hombre recibe el perdón y a partir de ahí puede crecer y madurar la nueva vida que Dios ha infundido en él. A esta vida sobrenatural se refiere el Apóstol cuando afirma que ya no vive él, sino que Cristo vive en él.
Ahora, el don de Dios ha de desarrollarse más y más en nosotros, y Cristo ha de tomar cada vez más forma en nosotros (cf. Gal 4,18-19).
¿Cómo puede suceder esto?
Fijémonos en lo que el Espíritu de Dios obra en nosotros. Es Él quien nos recuerda todo cuanto Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,6). Él es, por así decir, el recuerdo vivo del Señor en nosotros. Esta vida sobrenatural necesita ser cultivada día tras día, lo cual sucede a través de:
a) La lectura de la Sagrada Escritura, para que la Palabra pueda penetrar profundamente en nuestro corazón. Si echa raíces y permanece arraigada ahí a través del Espíritu, transformará nuestro corazón y nuestro modo de pensar, pues la Palabra de Dios misma se convertirá en la norma de nuestro actuar.
Cuanto más nos habituemos a la lectura de la Biblia –lo cual, por cierto, exige un verdadero y constante entrenamiento–, tanto más podremos gustar el sabor espiritual de la Palabra de Dios y el alimento que contiene. Cuando Jesús fue tentado por el Diablo en el desierto, le respondió: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Entonces, el alma y el espíritu son alimentados con la Palabra de Dios y así Cristo va tomando cada vez más forma en nosotros, tal como exclama San Pablo: “Criste vive en mí”.
b) La obediencia al Espíritu Santo. Este es un proceso importantísimo, que se desarrolla en diferentes niveles. Se efectúa cuando cumplimos lo mencionado en el punto a., cuando seguimos la auténtica doctrina de la Iglesia y cuando aprendemos a percibir en nuestro interior la voz del Espíritu, pues es Él quien nos conduce a la verdad plena (cf. Jn 16,13). Llegados a este punto, conviene también meditar algo acerca de los dones del Espíritu Santo y cómo éstos actúan en el interior del hombre, pues son ellos los que nos transforman, haciendo resplandecer en nosotros el rostro de Cristo.
Tomemos como ejemplo el don del temor de Dios. Cuando éste empieza a obrar en nosotros, empezamos a poner mucho cuidado en no hacer nada que podría ofender a nuestro Padre Celestial y que se opone al espíritu del Evangelio. Por ejemplo: palabrerías vanas, difamaciones, imágenes impuras, malos pensamientos, hablar mal de otras personas y muchas cosas más.
Podemos notar que aquí está obrando un Espíritu de amor y que éste va acrecentando cada vez más el amor a Dios y el amor al prójimo.
Cuando actúa en nosotros el don del temor de Dios, se produce una transformación interior y nos asemejamos más a Jesús, pues Él nunca hizo ni hubiera hecho o dicho cosa alguna que ofendería a Dios o al hombre.
Así, nos volvemos muy cuidadosos y atentos en todo cuanto decimos y pensamos. De este modo, este don, así como también todos los demás dones del Espíritu Santo, se convierte en nuestro maestro y formador interior. Cuanto más sutilmente pueda obrar, tanto más rápidamente notaremos si aquello que estamos pensando, sintiendo o haciendo corresponde a este delicado Espíritu de temor.
También es bueno prestar atención a lo que surge en nuestro corazón, pues de allí proceden los malos pensamientos, como Jesús nos dice claramente (cf. Mt 15,19). Si aquello que está surgiendo en nuestro interior no es acorde con este don del Espíritu, entonces lo corregimos a través de la oración y de una decisión de nuestra voluntad.
Adelantémonos un paso más y meditemos también acerca del don de piedad, que es otro de los siete dones del Espíritu Santo que han sido derramados en nosotros. El espíritu de piedad nos lleva a aspirar aquello que agrada a Dios, nuestro Padre. Es decir que ya no solamente tratamos de evitar aquello que nos separa de Él y que le ofende, sino de hacer lo que le agrada, de buscar su Voluntad y cumplirla de buena gana. Es evidente que precisamente ésta fue la actitud de Jesús, quien vino al mundo para hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34).
De esta meditación, quedémonos con este impulso: la vida de Jesús quiere desarrollarse cada vez más en nuestro interior, de manera que también en nosotros se hagan realidad las palabras de San Pablo: “Es Cristo quien vive en mí”.