“Si te aferras inconmoviblemente a mí, si rechazas contundentemente todos los pensamientos que te confundan y anclas tu corazón insondablemente en mí, entonces ya no serás tú quien vive, sino que yo viviré en ti y me habré convertido en tu vida” (Palabra interior).
Esta pauta de nuestro Padre es para tiempos de gran confusión, como los que vivimos actualmente en el mundo e incluso en la Iglesia. En esos tiempos, el Padre está particularmente cerca de los suyos, sosteniéndolos en todas las dificultades y preparándolos para que puedan resistir a todo lo que les sobrevenga.
En tiempos de turbulencias –ya sean interiores o exteriores– estamos llamados a refugiarnos en nuestro “castillo interior”, donde nuestro Padre ha puesto su morada, para cultivar allí una íntima comunión con Él. Cuanto más nos unifiquemos con Él, tanto más se convertirá Él en nuestra vida, como exclamaba el Apóstol de los Gentiles: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí” (Gal 2,20).
Entonces, cuando los poderes del mal quieran confundirnos e intenten acosarnos en el interior de nuestra alma, se encontrarán con el Señor mismo que les ofrecerá resistencia, pues Él ha puesto su morada en nosotros. Así les sucedía también a los padres del desierto, que tuvieron que librar muchos combates contra los demonios: gracias a su profunda unión con el Señor, los poderes de la oscuridad quedaban debilitados y Cristo vencía en ellos.
Pero esta invitación del Padre no se aplica solamente a la resistencia concreta que debemos ofrecer en el combate espiritual; sino que la belleza y bondad de la vida divina ha de desplegarse en nosotros y convertirse en luz, tanto para nosotros como para todos los hombres. A la larga, ésta será el arma más segura contra todos los poderes de las tinieblas, porque allí donde brilla la luz de nuestro Padre, ellos no pueden resistir. Es por eso que huyen cuando se encuentran con la mujer que aplasta la cabeza de la serpiente (cf. Gen 3,15).