EL CAPITÁN 

Un niño estaba a la orilla de un gran lago y con sus brazos hacía señas para llamar a un barco que ya se encontraba en pleno curso. Se le acercó un hombre y le dijo: “¡No seas tonto! ¿Crees que el barco cambiará de rumbo sólo porque lo estás llamando?” Pero, efectivamente, el barco giró hacia la orilla, atracó y subió al niño a bordo. Mientras éste subía, le dijo al hombre: “¡No, señor, no soy tonto! El capitán es mi papá.”

Aprendamos la lección que nos da este niño. ¿Acaso Dios, nuestro Padre, ignorará nuestros clamores cuando lo invocamos con fe? Si supiéramos cuánto anhela nuestro Padre colmarnos de todo y hacer posible lo aparentemente imposible, entonces no nos sorprenderíamos de que su poderoso brazo se manifieste contra toda desesperanza. Al contrario, caminaríamos en aquella seguridad que tenía aquel muchacho a orillas del gran lago en la historia.

“¡Todo es posible para el que cree!” –nos dice el Señor en el evangelio (Mc 9,23), y sabemos bien con qué insistencia nos exhorta una y otra vez a vivir en este nivel de fe y de confianza. El muchacho estaba convencido de que su padre vendría a buscarle. Su argumentación es esencial: “El capitán es mi papá.”

Esta misma certeza debe movernos a nosotros: puesto que Dios es nuestro amoroso Padre, podemos arrojarnos totalmente a sus brazos. No se trata de una confianza ciega en el destino ni de un sentimiento optimista de que todo saldrá bien. En situaciones difíciles y aparentemente desesperadas, esto no sería suficiente para estimularnos ni fortalecería a largo plazo nuestra fe. En cambio, al poner nuestra confianza en Dios de forma muy personal, sabiendo que Él es nuestro Padre y que este Padre es infinitamente bueno, nuestra fe se volverá brillante y fuerte.

Incluso en estos tiempos turbulentos, el Padre sigue siendo el capitán, aunque su tripulación no cumpla la tarea que le ha sido asignada.