Ct 3,1-4a
En mi lecho, por la noche, busqué al amor de mi alma, lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad, calles y plazas; busqué al amor de mi alma, lo busqué y no lo encontré. Me encontraron los guardias que rondan por la ciudad: “¿Habéis visto al amor de mi alma?” Apenas los había pasado, cuando encontré al amor de mi alma.
Este texto se lee en la Santa Misa al celebrar la Fiesta de una gran amante, que encontró a su Señor: Santa María Magdalena. El evangelio de hoy relata precisamente el encuentro de María Magdalena con el Señor Resucitado, y el modo en que Él se hace reconocer por ella (Jn 20,1.11-18).
El camino de un corazón amante hacia el corazón del Señor es muy sencillo y directo, porque el misterio de nuestra Creación, Redención y santificación es el amor de Dios, que nos busca. Este amor es la única razón de nuestra existencia, y la respuesta de Santa María Magdalena fue dejarse inflamar por él.
El verdadero amor, tal como lo describe la lectura de hoy de forma tan atrayente, hace que la persona esté totalmente despierta, pues su corazón anhela unirse al amado. Ella lo busca vigilante, y no descansa hasta haberlo encontrado. Conocemos esto en el amor humano, y la buena literatura sabe describir, sin sentimentalismos, hasta qué punto el corazón puede estar inflamado por el amor y no reposa hasta llegar a la unión con el amado. Por otra parte, conocemos también los tormentos y el dolor que puede causar un amor no correspondido en el corazón de una persona.
Movida por este amor, Santa María Magdalena acudió presurosa al sepulcro temprano en la mañana. Buscaba a su Señor –a quien creía muerto– para mostrarle su amor, pues “el amor es fuerte como la muerte” (Ct 8,6). Y, conforme al testimonio de la Escritura, el Señor se le apareció a ella como primera. En efecto, el amante reconoce primero, y también es reconocido primero. ¡Jesús la convirtió en primera mensajera de su Resurrección!
También nosotros, los cristianos, hemos sido llamados por Dios a dar testimonio de su presencia en nuestros corazones y en el mundo, sobre todo a través del amor. No hay nada más convincente que una persona verdaderamente amante, en quien el amor es el criterio según el cual todo se rige. No obstante, puesto que tantas veces se abusa de este término y se lo confunde, conviene hablar del “amor verdadero”; es decir, un amor que está fundado en la verdad. Éste es distinto a un mero deseo, que tiene como meta la satisfacción del propio ‘yo’ y no la unión con un ‘tú’.
Del texto bíblico y del testimonio de Santa María Magdalena hemos de aprender que siempre debemos buscar al Señor. Aun si tuvimos la gracia de encontrarlo, este amor requiere ser profundizado. Hay un sinfín de oportunidades para hacerlo crecer.
Este amor se alimenta de la interiorización de la Palabra de Dios, de la recepción de los sacramentos, del incesante e íntimo diálogo con el Señor en la oración, de las obras de misericordia corporales y espirituales, del trabajar en nuestro propio corazón…
Los maestros de la vida espiritual nos hacen ver que es especialmente el desordenado amor propio –es decir, el buscar la propia conveniencia– el que se interpone en el despliegue del amor.
Acudamos al Espíritu Santo, quien es el amor que ha sido derramado en nuestros corazones (Rom 5,5). Cuanto más lo escuchemos y le obedezcamos, tanto más se encargará Él de que nuestro amor se vuelva duradero, y no sea un fuego que se enciende rápidamente, pero que asimismo se apaga con facilidad en la vida cotidiana. Invitémosle y pidámosle que haga a un lado en nosotros todo aquello que nos impide corresponder adecuadamente al amor de Dios.
Pidámosle al Señor que nos acompañe con su “amor celoso”, que siempre nos haga ver cuando antepongamos cosas mundanas y sin valor a Él, para que nuestra alma no se duerma, se disperse y quede así debilitada en su capacidad de amar.
También a Santa María Magdalena, siendo nuestra amiga y hermana en el cielo, podemos pedirle que nos ayude a permanecer vigilantes, para que no se apague el amor en nosotros; y que, al igual que ella, nos pongamos una y otra vez en camino, para salir al encuentro cada vez más profundo del Señor y dejarnos hallar por Él.