Jl 2,12-18
“Mas ahora -oráculo de Yahvé- volved a mí de todo corazón, con ayuno, con llantos y con duelo.” Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos; volved a Yahvé, vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, lento a la cólera, rico en amor, y se retracta de las amenazas. ¡Quién sabe si volverá y se compadecerá, y dejará a su paso bendición, ofrenda y libación para Yahvé, vuestro Dios! ¡Tocad la trompeta en Sión, promulgad un ayuno santo, convocad la asamblea, congregad al pueblo, purificad la comunidad, reunid a los ancianos, congregad a los pequeños y a los niños de pecho!
Que salga el esposo de su alcoba y la esposa de su lecho. Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, ministros de Yahvé, y digan: “¡Perdona, Yahvé, a tu pueblo, y no entregues tu heredad a la deshonra y a la burla de las naciones! Que no se diga entre los pueblos: ¿Dónde está su Dios?” Entonces se encendió el celo de Dios por su tierra y perdonó a su pueblo.
Un tiempo santo… Así es como podemos llamar a estos cuarenta días previos a la Pascua. La Cuaresma ha de prepararnos para el gran acontecimiento de la Muerte y Resurrección de Jesucristo.
“Promulgad un ayuno santo” -nos dice la lectura de este día. Todos sabemos que los cuarenta días que abarca este tiempo se relacionan con los cuarenta años en los que el Pueblo de Israel atravesó el desierto, y, más aún, con los cuarenta días que Nuestro Señor pasó en el desierto, en ayuno y oración, al final de los cuales rechazó por nuestra causa los presuntuosos ataques del Diablo (cf. Mt 4,1-11).
¿Cómo podemos, entonces, aprovechar este tiempo santo?
En primer lugar, el texto bíblico habla de una conversión existencial; una conversión “de todo corazón, con ayuno, con llantos y con duelo”. Aquí se nos viene a la memoria todo el tema que habíamos abarcado a lo largo de las últimas semanas: apartarse de los malos caminos, de los caminos imperfectos; dejar atrás todo aquello que nos separa de Dios…
¿Y cuál es, en este contexto, la función del ayuno? El profeta se refiere a un ayuno corporal; algo que lamentablemente ya casi no se practica en nuestra Iglesia Católica. Un “ayuno santo”, dice el texto… Ciertamente debe hacérselo en la actitud adecuada; es decir que no ha de ser solamente un ejercicio de auto-dominio o una práctica meramente ascética. Sabemos que los profetas critican aquel ayuno que no produce los frutos que deberían surgir de él; un ayuno simplemente ritual, que podría volverse estéril a nivel espiritual (cf. Is 58,4-7).
La renuncia voluntaria y consciente a los placeres de la mesa, a menudo servida con abundancia y opulencia, abre en nosotros una nueva dimensión en el encuentro con Dios, siempre y cuando este ayuno sea practicado por amor al Señor y de buena gana. Es algo parecido a lo que sucede cuando cargamos una cruz por causa de Jesús. Cuando se reducen los goces naturales de la vida, que suelen ir de la mano con el bienestar y el disfrute de los sentidos, se despierta en nosotros un anhelo hacia las realidades espirituales. Es por eso que el ayuno ha de estar acompañado de la oración. Nuestra alma, que de por sí tiende a centrarse en su esfera intelectual y sensual, puede concentrarse más fácilmente en lo sobrenatural cuando no está tan ocupada con lo que toca a los sentidos.
A esto viene a añadirse el sacrificio que implica el ayuno, invitando a compartir con los pobres aquellos bienes materiales de los que nosotros mismos estamos prescindiendo.
Así, el sacrificio adquiere un sentido más alto y noble. El ayuno, como sacrificio hecho por amor, se convierte en un medio para implorar la compasión del Señor, para reconciliarse con Él.
Pensemos en el Santo Sacrificio de la Eucaristía, que día a día ofrecen nuestros sacerdotes en los altares de las iglesias: ¡Es el Señor mismo, quien se entrega para la Redención de la humanidad! El Sacrificio de Cristo, ofreciendo por amor Su propia vida para cumplir la Voluntad del Padre y para salvar a los hombres, alcanza su mayor sentido… El Padre lo acepta, y, en virtud suya, nos concede el perdón de los pecados y nos libra de la culpa.
Todo sacrificio voluntario posee algo de esta dimensión… Tomemos, por ejemplo, los consejos evangélicos, que normalmente se profesan al entrar en la vida religiosa: pobreza, castidad y obediencia. Cada uno de ellos implica sacrificio. Pero en la pobreza se puede descubrir aún más la riqueza de Dios; la castidad invita a cultivar un amor más espiritual; la obediencia permite cumplir más atentamente la Voluntad de Dios.
Ahora, volviendo al “ayuno santo”… Existe, por ejemplo, en nuestra Iglesia la tradición de ayunar a pan y agua los miércoles y viernes. Y esta privación voluntaria puede emplearla el Señor en el combate contra los poderes del Mal: “Esta clase [de demonios] no sale sino con oración y ayuno” –les dijo en una ocasión a sus discípulos (Mt 17,21).
Del mismo modo como no hay oración presentada al Señor que quede desoída, sino que Él la acepta como un acto de amor, así también sucede con el sacrificio del ayuno, que el Señor incluye en su plan salvífico.
De esta forma, el ayuno voluntario, practicado por causa de Dios, se convierte en un arma potente del amor, que sirve no sólo para profundizar nuestra propia conversión, sino que es además un instrumento en manos del Señor para contrarrestar las tinieblas en este mundo.
Entonces, el “santo ayuno” es un acto valioso en sí mismo, y, además, Dios saca frutos de él.
Quizá estas reflexiones nos ayuden a descubrir el sentido del ayuno corporal, y nos animen a integrarlo en nuestra vida espiritual, de acuerdo a las posibilidades de cada cual. ¡El Señor sabrá recompensarlo!