Hb 9,11-15
Hermanos: Cristo se presentó como sumo sacerdote de los bienes futuros, oficiando en una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el santuario de una vez para siempre, no presentando sangre de machos cabríos ni de novillos, sino su propia sangre. De ese modo consiguió una liberación definitiva. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de una becerra santifican con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas a nuestra conciencia para rendir culto al Dios vivo!
El Señor derramó su sangre por nosotros. Esta afirmación puede resultarnos muy conocida, pero nos invita a reflexionar una y otra vez sobre su significado más profundo. Sobre todo, debemos ir descubriendo cada vez más la actitud en la que el Señor entregó su vida, y cómo ahora nos da acceso al fruto de su obra de Redención.
¡El Señor se ofreció a sí mismo como sacrificio!
Hoy en día, se evade cada vez más hablar de culpa y de pecado, y así tendemos a caer en una visión más superficial de la vida. No cabe duda de que la misericordia de Dios es más grande que nuestra culpa y que “su misericordia prevalece frente al juicio” (St 2,13). ¿Qué mayor prueba de ello que la Cruz del Señor, desde la cual Él se abajo a nosotros, pecadores?
¡Dios responde a la magnitud de la culpa del hombre con la inmensidad de su amor! Por eso, es precisamente en la Cruz donde podemos reconocer cuán grande es nuestra culpa y cuán horroroso es el rostro del pecado.
Es un error comparar los pecados y no reconocer su gravedad bajo el argumento de que hay otros más graves aún. Por el contrario, hemos de ver el pecado y nuestra culpa en contraste con la santidad de Dios, en quien no hay sombra de pecado, quien fue probado en todo como nosotros, pero no cometió pecado alguno (cf. Hb 4,15). Sólo entonces advertiremos el verdadero aspecto del pecado y constataremos cómo éste destruye la imagen de Dios en nosotros.
Si entendemos esto, también nos resultará más claro el alto precio con que Dios nos compró: la Sangre de su propio Hijo, que se convirtió en nuestro precio de rescate (cf. 1Pe 1,18-19). ¡Cuán grande es el amor de Dios, que lo llevó a escoger este camino para redimir a su criatura y convertirla en un verdadero hijo suyo!
Desde esta perspectiva, podemos comprender cada vez más profundamente las afirmaciones sobre la Preciosa Sangre de Nuestro Señor, que nos limpia del pecado. Su valor no procede solamente de la infinita dignidad del Hijo de Dios, que la derramó; sino también del gran amor del Padre, que entregó a su Hijo por nosotros (cf. Jn 3,16).
A lo largo del Antiguo Testamento encontramos prefiguraciones del sacrificio de Cristo, para que posteriormente pudiéramos reconocer su cumplimiento en Jesús. ¡El Cordero sacrificado en la Nueva Alianza no es un animal; sino que es Dios mismo! Y este Cordero subió voluntariamente al altar, en conformidad con la Voluntad del Padre Celestial; a diferencia del animal, que simplemente se ve obligado a padecer su “destino”.
La voluntariedad del sacrificio del Hijo de Dios nos recuerda una y otra vez su amor. La Redención de la humanidad no es un proceso natural, que sucede de acuerdo a ciertas leyes; sino un acto de amor conscientemente realizado por la Santísima Trinidad.
Ahora, día a día se actualiza litúrgicamente en el Santo Sacrificio de la Misa este acto de amor, y en ella podemos recibir los frutos de la Redención en el Banquete celestial. El amor de Dios llega hasta el punto de dársenos a sí mismo como alimento, como escuchamos en el evangelio de esta Fiesta, en el que Jesús instituye la Santa Eucaristía (Mc 14,12-16.22-26).
La permanente presencia de Dios en los sagrarios de las iglesias católicas quiere colmarnos en todo momento. Cuando estamos junto a Él, podemos comulgar espiritualmente el amor de Dios. Así, la actualización del sacrificio y del amor de Jesús manifestado en la Cruz, no se realiza solamente a modo de una memoria del acontecimiento de aquel Viernes Santo; sino que Él está real y tangiblemente con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).