“El amor por mis criaturas es tan grande, que no experimento ninguna alegría como la de estar en medio de los hombres.” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio)
En un principio, ciertamente estas palabras nos resultan sorprendentes. Si no permanecemos con los ojos cerrados frente a nuestra propia miseria y nos conocemos un poco a nosotros mismos y a otras personas, si echamos una ojeada a la historia y escuchamos los relatos de la Sagrada Escritura, fácilmente surgirá en nosotros la pregunta: “Señor, ¿qué es lo que encuentras en nosotros para que te complazca tanto estar en medio nuestro?”
Pero probablemente la pregunta no sea la correcta…
Quizá podamos formularla más bien en estos términos: “¿Cómo es que puedes amarnos tanto, a pesar de que tantas veces te seamos infieles?”
Tal vez el Padre nos responda: “Porque Yo mismo soy el amor (1Jn 4,8)”. Y quizá entonces añada: “Yo os creé por amor y os he formado maravillosamente (cf. Sal 138,14), dignos de ser amados. Vuestra creación fue mi alegría… Y vi que mi obra era muy buena (cf. Gen 1,31).”
“Pero, amado Padre, nosotros no permanecimos fieles a ti” –probablemente le responderíamos.
Tal vez Él replique: “¿Acaso podría dejar de amaros por eso? ¡Me estaría traicionando a mí mismo! Nunca dejé de amaros y, para atraeros de vuelta a mí, os amaba aún más. Siempre os he esperado, a toda hora…”
Ante una respuesta tal, probablemente no encontremos ya ninguna objeción y surja en nosotros el asombro y la gratitud de ser tan amados por Él… Poco a poco ha de penetrar en nosotros la certeza de que un Dios santo y perfecto quiere estar junto a nosotros, y que ésta es incluso su alegría. Ciertamente lo sabemos en teoría y alguien nos lo ha dicho ya. Algunos tal vez hayan llegado a comprenderlo mejor… No obstante, sigue siendo un misterio del amor divino.
Si acogemos este misterio y nos dejamos amar por Dios, se desvanecerá toda extrañeza e inseguridad. El hecho de que el Padre Celestial quiere estar con nosotros y que somos una alegría para Él se nos convertirá en una realidad, que nos llenará de alegría a nosotros también. Entonces, invitemos a nuestro Padre a permanecer para siempre con nosotros. ¡No sólo será Él quien se complazca en ello, sino que también será nuestra alegría constante, que llegará a su plenitud en el cielo!