“Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen. Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas” (Jn 10,14-15).
¡Qué gran perspectiva ofrece el Señor a los suyos! Nuestra relación con Él se asemeja a la íntima unión entre Jesús y el Padre. No hay amor más grande que el que existe entre el Padre y el Hijo, y este amor es el Espíritu Santo mismo. Nosotros, los hombres, podemos ser partícipes de este amor intratrinitario. En nuestra íntima relación con el Salvador se refleja el misterio del amor entre las Personas divinas. Es más, se hace eficaz.
Cuando Jesús dice que conoce a los suyos, se refiere a que Él ve el corazón de cada uno de nosotros. Sabe si está abierto o cerrado frente al Padre. Sabe que le amamos, como confesó Pedro al Señor Resucitado en el mar de Galilea cuando Él le preguntó tres veces si lo amaba: “Señor, tú sabes que te amo” (Jn 21,15-17).
Jesús sabía que Pedro le amaba, y Pedro sabía que Jesús le amaba. Aunque Pedro lo había negado tres veces viéndose en peligro de muerte, en realidad amaba al Señor. Su corazón pertenecía a Jesús, así como el corazón de Jesús pertenecía a Pedro.
Esta es una característica fundamental de aquellos que son de Jesús. Están unidos a Él por el amor. Y, a través del Espíritu Santo, este amor se convierte en un amor santo que impregna nuestro amor humano y lo convierte en signo de pertenencia a Dios.
Aquí nos encontramos con el misterio del amor divino entre el Padre Celestial y su Hijo. En él, el amor resplandece en toda su perfección y belleza celestiales.
Aun en nuestra condición de criaturas, el amor divino puede inflamar nuestro corazón y conducirnos al amor perfecto mediante la gracia. “En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor” (1Jn 4,18a).