«Sin amor, somos una carga para nosotros mismos. Gracias al amor, nos soportamos unos a otros» (San Agustín).
Es el amor el que lo pone todo en marcha. De él podemos sacar una y otra vez la fuerza para hacer lo que este mismo amor nos dicta. Sin él, no solo resuena todo «como el bronce o un golpear de platillos» (1Cor 13,1), sino que puede resultarnos pesado e insoportable. Esto se aplica especialmente a las etapas difíciles de la vida.
Aquí es importante poner en práctica el amor adecuado hacia uno mismo. Lejos de ser un exceso de condescendencia o una falsa autocomplacencia, el debido amor hacia uno mismo nos ayuda a tratarnos como nuestro Padre nos trata.
Si lo ponemos en práctica, también madurará en nosotros el amor al prójimo, un amor libre de presiones internas frente a los demás y sus expectativas. El amor nos enseñará a soportar a nuestro prójimo, tal y como el Señor nos soporta a nosotros.
San Charles de Foucauld se une al himno a la caridad exclamando: «El amor todo lo puede: logra cosas que agotarían y cansarían en vano a quien no ama».
No es de extrañar que los santos hagan tanto énfasis en el amor. Al fin y al cabo, es la razón de nuestra existencia, redención y santificación. Si «Dios es amor» (1 Jn 4,8), entonces lo primero y más importante es conocer el amor de nuestro Padre, vivir en él y transmitirlo a los demás. Cuanto más dejemos entrar el amor de Dios en nuestro corazón, tanto más fácil nos resultará. Entonces se hará realidad la frase de san Agustín que hemos escuchado hoy.
El amor de Dios nos sostiene, de modo que no nos convertimos en una carga para nosotros mismos y nos volvemos capaces de soportar a otros. Así, nuestra vida será un rayo de luz, tal y como nuestro Padre dispuso que fuéramos.