«Con amor eterno te he amado, por eso te he prolongado mi misericordia» (Jer 31,3).
Este es el amor del que vivía el pueblo de Israel. Una y otra vez, pudieron experimentar la fidelidad y la compasión del Padre Celestial. Fue este amor el que le movió a enviar a su propio Hijo como Salvador para su Pueblo, para que Él les manifestara su amor y lo hiciera fecundar. Al enviar al Espíritu Santo, llevó todo a la plenitud para que el amor eterno de Dios fuese anunciado a toda la humanidad.
¡Misericordia y fidelidad! Se derraman constantemente desde el corazón de nuestro Padre hacia nosotros para despertarnos, derretir el hielo que rodea nuestro corazón y encontrar acceso a lo más íntimo de nuestro ser.
Aunque nos olvidemos de nuestro Padre, derrochando nuestra capacidad de amar en las cosas de este mundo, o incluso ofendamos su amor eterno con nuestros pecados, Dios no puede ni quiere otra cosa que ofrecernos una y otra vez su amor. ¡Cuánto querría que nuestra vida diera fruto al ciento por uno, que saliéramos presurosos en busca de las almas como mensajeros de su amor divino, que olvidáramos lo que queda atrás y nos lanzáramos hacia lo que está por delante (Fil 3, 13)! ¿Qué nos impide dejarlo todo para seguir su amor? ¿Qué nos detiene? El tiempo en este mundo es breve; la eternidad, infinita…
El amor eterno toca a la puerta de nuestro corazón. Nunca se detendrá, sencillamente porque ama. Aunque nos agradece incluso por lo más mínimo que hagamos y nos lo retribuya con una recompensa regia, sigue esperando poseer por completo nuestro corazón, para que el amor eterno encuentre en nosotros reposo y correspondencia.