“En la medida en que el amor crece en ti, crece también tu belleza. Porque el amor es la belleza del alma” (San Agustín de Hipona).
La verdadera belleza de una persona brota de la íntima unión con su Padre Celestial. Cuando estamos llenos de su amor, nuestros ojos brillan y nuestro corazón se regocija. ¡Qué fría es, en cambio, una belleza meramente exterior cuando no procede del amor que calienta el corazón! ¡Con qué facilidad se convierte incluso en una máscara, cuando el Padre no puede morar en el corazón con su gracia santificante!
Por el otro lado, ¡cuán hermosa puede ser una persona en cuyo corazón arde el amor de Dios, aun si no ha sido dotada de belleza física!
Entonces, todo depende del amor. Él vivifica todo y allí donde él está, brota la verdadera vida y todo se vuelve luminoso y claro. No en vano San Pablo elogia el amor en los términos más gloriosos: “El amor es paciente, el amor es amable; no es envidioso, no obra con soberbia, no se jacta (…), no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal (…). El amor nunca acaba” (1Cor 13,4-5a.8a).
Así, pues, nuestra tarea consiste, ante todo, en acrecentar en nosotros el amor, para que, adoptando aquello que constituye el ser de Dios (“Dios es amor”), nos volvamos semejantes a Él. Día a día podremos crecer en el amor, si prestamos atención a su llamada y respondemos a ella. Su invitación está siempre ahí y, al seguirla, el alma florece.
De esta manera, cada persona puede despertar a su verdadera belleza y dignidad, reconociendo el amoroso cortejo de nuestro Padre Celestial hacia nosotros, los hombres, que se expresa de tantas maneras. Si se deja conquistar y le corresponde, entonces todo se transforma y llega el tiempo del amor.