1Jn 4,7-10
Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios; en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación, para el perdón de nuestros pecados.
La palabra “amor” es quizá uno de los términos que más se escuchan en este mundo; pero muchas veces no se lo entiende correctamente. Por eso vale la pena reflexionar un poco sobre la esencia del amor. Nada podrá ayudarnos mejor a comprenderlo como el meditar sobre el amor que Dios nos tiene. El texto de la carta de San Juan nos deja en claro que Él nos amó primero, antes de que nosotros pudiéramos corresponder a Su amor.
El amor de Dios para con nosotros es, en primera instancia, el gran SÍ que Él siempre pronuncia sobre nosotros y no cesa de repetir. Aunque nosotros podemos evadir este SÍ e interpretarlo como si fuera un NO, por parte de Dios siempre sigue en pie el SÍ. ¡Es que Dios no puede más que amar, porque Él es el amor mismo! Todo lo que hay en Él y todo cuanto de Él procede da testimonio del amor, pues éste es Su ser.
Nosotros experimentamos este amor de diversas formas: Se nos manifiesta en la bondad, en la misericordia, en la Creación, en su providencia, en la manera en que nos educa, en su salvación y en la Redención, en su protección y asistencia; lo experimentamos como un “sol espiritual” que nos calienta, como verdadera alegría, etc… Todas estas expresiones proceden de un mismo amor, de igual manera que los dones del Espíritu Santo, que, aunque cada cual tiene su particularidad, brotan de una sola fuente y son manifestación del amor de Dios, que es el Espíritu Santo mismo.
Puesto que nosotros fuimos llamados a la existencia a causa de este amor y en este amor, somos tan sensibles en lo que se refiere al amor. Sin amor, todo se marchita y no encuentra el sentido más profundo del ser. San Pablo incluso llega a decir que ni aun los más grandiosos dones carismáticos tienen valor si no están impregnados por el amor:
“Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Ya podría yo tener el don de profecía y conocer todos los misterios y toda la ciencia, o poseer una fe capaz de trasladar montañas; si no tengo caridad, nada soy. Ya podría yo repartir todos mis bienes, e incluso entregar mi cuerpo a las llamas; si no tengo caridad, nada me aprovecha.” (1Cor 13,1-4)
De hecho, en nuestra vida podemos comprobarlo: Cada falta de amor nos hiere, y un niño que crece sin amor se marchita en su alma. ¡Cuántas heridas interiores surgen en el hombre por la pérdida de un amor, la carencia de amor o el falso amor, en el que uno se atribuye el derecho a poseer al otro!
No es una exageración decir que la mayoría de los problemas interiores de las personas, de una u otra forma, estarán relacionados con el amor.
Así, podemos entender por qué la lectura nos presenta al amor como el verdadero principio de vida, que nos une a Dios y testifica nuestra relación con Él; o, por el contrario, si nos falta, revela que no hemos conocido a Dios, como dice San Juan.
Entonces, la clave para el conocimiento de Dios está en el amor. Por eso, debemos, por un lado, pedírselo a Él; y, por otro lado, también ponerlo en práctica: “Porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.”
Nos estamos acercando a la maravillosa Fiesta de Pentecostés, el descenso del Espíritu Santo, a quien veneramos como el amor entre el Padre y el Hijo. Que Él mismo nos instruya para que comprendamos cada vez mejor a Dios y crezcamos en el amor a medida que sus dones se desplieguen en nosotros. ¡Cómo cambiaría el mundo si el amor de Dios penetrase en los corazones de los hombres! ¡Cómo tendrían que ceder las tinieblas y las sombras ante la brillante luz del amor!
Sin embargo, como dije al inicio, no debemos malinterpretar el concepto de amor. No se trata simplemente de un sentimiento, sino que exige aplicárselo en obras concretas y vencer todo aquello que lo obstaculiza. Entonces se hará realidad este bello verso: “Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo” (Ct 8,7).