«A menudo he oído decir en retiros y en otras ocasiones que un alma inocente nunca llega a amar tanto a Dios como un alma arrepentida. ¡Cuánto anhelo demostrar que eso no es verdad!» (Santa Teresita del Niño Jesús).
Muchas veces se pretende que solo el hijo pródigo es capaz de amar a su padre, pues ha experimentado su misericordia después de haber despilfarrado su herencia. En este caso, se olvida al otro hijo que permaneció con su padre, sirviéndole día a día. Se olvida al hombre piadoso que se esfuerza cada día por agradar al Señor. Se olvida al trabajador que ha soportado el peso del día y del calor sin quejarse y sin envidiar al que llegó de último (cf. Mt 20, 12). Se olvida a la Madre del Señor, que amó siempre sin pecar jamás. Quizá no se han entendido correctamente estas palabras de Jesús: “Os digo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7).
Sin embargo, el padre de la parábola del hijo pródigo nos lo explica acertadamente: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado” (vv. 31-32).
Son dos expresiones distintas de alegría. La alegría por el pecador que se convierte está impregnada del gozo y el alivio de que éste no se ha condenado para siempre. La alegría por el hijo fiel es más silenciosa, más natural… Pero, ¿cómo podría nuestro Padre alegrarse menos por los que le permanecen fieles?
Qué bueno que aclares las cosas, querida Teresita, para que las almas piadosas no sean consideradas como las que menos aman y son menos amadas por Dios.
«Amemos, porque para eso está hecho nuestro corazón» (Santa Teresita del Niño Jesús).