Todas las personas han de cobrar consciencia de que tienen un Padre amantísimo. Es ésta la realidad objetiva sobre la cual se cimentan sus vidas. Sólo al interiorizar esta certeza podrán despertar a la plenitud de la vida (cf. Jn 10,10b).
Es el Padre Celestial quien puede sanar todas nuestras heridas y hacernos descubrir el sentido amoroso de nuestra existencia, al dársenos a conocer. ¡Aquí reside la verdadera felicidad del hombre!
En efecto, este amor divino está siempre ahí. Fue él quien nos creó y nos redimió, y él mismo quiere conducir nuestra vida a la perfección del amor.
Este amor sigue estando ahí, aun cuando no lo sentimos y nuestra vida parece estar a oscuras. ¡Dios siempre nos ofrece este amor!
Si supiéramos cuánto nos ama el Padre, la felicidad moraría permanentemente en lo más profundo de nuestro ser, concediéndonos la paz que sólo Dios puede dar (Jn 14,27).
Aunque el amor de Dios envuelve a todos los hombres, se dirige especialmente a aquellos que más lo necesitan. El Padre lo expresa así en el Mensaje a la Madre Eugenia:
“Todos han de reconocer mi infinita bondad; una bondad que se dirige a todos, pero especialmente a los pecadores, a los enfermos, a los moribundos y a todos los que sufren. Ellos han de saber que no tengo otro deseo más que el de amarlos, colmarlos de mis gracias, perdonarles cuando se arrepientan, y, sobre todo, no juzgarlos con mi justicia sino con mi misericordia, para que todos se salven y sean contados en el número de mis elegidos.”
¡Cuán atribulados están los enfermos, que tienen una necesidad particular de amor; los moribundos, que pronto se presentarán ante el Trono de Dios y requieren acompañamiento y cuidado amoroso! Pero, en particular, el amor de Dios corteja y lucha por los pecadores, que están en peligro de fallar al sentido de su vida e incluso de condenarse para toda la eternidad. ¡Están tan necesitados de la salvación!