Conforme a lo previsto, el 7 de cada mes dedicamos la meditación del día al Mensaje de Dios Padre.
El 7 del pasado mes de agosto fue precisamente la “Fiesta de Dios Padre de toda la humanidad”, para la cual nos preparamos con una Novena que también publicamos en el canal de YouTube “Elijerusalem” (https://www.youtube.com/watch?v=-_W9CL0zfu0&list=PLro4a2dUibcQ9Oy9_fCDEKy18i_GERLcZ). En esa ocasión, yo había invitado a aquellos que se sintieron particularmente llamados a honrar a la Primera Persona de la Santísima Trinidad a que se reportaran con nosotros, como representantes de su respectiva nación, para que juntos le demos a nuestro Padre Celestial aquel culto y amor que Él pide en el Mensaje dado a la Madre Eugenia Ravasio.
Nos alegramos mucho por las reacciones de un buen número de nuestros oyentes, y le pedimos al Espíritu Santo –que es el amor entre el Padre y el Hijo– que, por una parte, nos ayude a comprender y acoger más profundamente el amor de nuestro Padre; y, por otra parte, que nuestra respuesta a Su amor sea cada vez más plena. Creo que no podríamos darle a Nuestro Señor Jesucristo una mayor alegría que la de amar con todo el corazón a Aquél que lo envió para redimirnos (cf. Jn 3,16). Si alguien no había escuchado esta invitación y también quisiera formar parte de esta “Obra de amor” del Padre Celestial, aún puede enviarnos un correo a la siguiente dirección, señalando su nombre y el país de donde viene: contact@jemael.org.
Por la fe, sabemos que la Voluntad de Dios busca siempre la salvación de cada persona (cf. 1Tim 2,4), y que no existe otra razón de nuestra existencia que el hecho de que Dios, en Su amor, nos llamó a la vida, para ofrecernos la comunión consigo mismo. Por tanto, si la razón de nuestra existencia es el amor del Padre Celestial, entonces el sentido de nuestra vida consiste en acoger Su amor y corresponderle, amándolo también. Esto es lo que nos dice el primer mandamiento: que debemos amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas nuestras fuerzas (cf. Dt 6,5). Este mandamiento supera a todos los demás (Mc 12,30-31), y nos hace capaces de cumplir todos los otros mandamientos, con la gracia que Dios nos concede.
Meditemos hoy un breve pasaje del “Mensaje del Padre”:
“Me dirijo a todos los hombres del mundo entero, haciendo resonar este llamado de Mi amor paternal. Este amor infinito que pretendo daros a conocer es una realidad permanente.”
En primera instancia, es un llamado a conocer el amor de Dios, porque, como dice la Escritura, Él nos amó primero (1Jn 4,19). Entonces, toda nuestra existencia está sostenida por el gran “sí” de Dios a nosotros. Para nuestro Padre, es una alegría el hecho de que existamos. Lo que Él más quiere es que permitamos que esta verdad se asiente en lo profundo de nuestro ser y que nos regocijemos en ella. Cada día, al despertarnos, deberíamos cobrar consciencia de que “éste es el día que hizo el Señor; regocijémonos y alegrémonos en él” (Sal 118,24).
Todos sabemos muy bien que a menudo nuestros sentimientos no corresponden a esta realidad, y que diversas circunstancias pueden nublar esta alegría que deberíamos tener en Dios y por poder existir. Sin embargo, estos sentimientos contrarios no pueden abolir la afirmación de nuestro Padre, quien nos dice: “Este amor infinito que pretendo daros a conocer es una realidad permanente.”
Entonces, el amor de Dios está siempre ahí, independientemente de cómo nos sintamos o de la situación en la que nos encontremos. Si, por desgracia, vivimos en el pecado, entonces este amor de Dios está ahí llamándonos a la conversión, para que la vida divina, bloqueada por el pecado, pueda desplegarse en nosotros. ¡Debemos alcanzar la salvación (cf. 1Tes 5,9)!
Si vivimos en estado de gracia, Dios querrá consolidar y fortalecer este amor, para que también nosotros seamos capaces de amarlo a Él y a los hombres.
Si estamos tristes y en angustia interior, Dios nos llamará a no desanimarnos, a elevar la mirada hacia Él y a experimentar el consuelo de Su Presencia. Si todo está oscuro y frío en nosotros, la luz de Dios seguirá brillando como el sol en nuestro interior, aun si está cubierto por las nubes. Si nos sentimos perdidos, Dios sigue estando ahí, para sostenernos.
Entonces, aprendemos a entender que la magnitud del amor de Dios por nosotros no puede derivarse de nuestros sentimientos. A veces experimentamos a Dios envueltos en un sentimiento de mucha felicidad, y esto es hermoso porque entonces nuestra naturaleza acompaña al espíritu, por así decir. Sin embargo, nuestras emociones son muy cambiantes y están determinadas por muchos elementos.
El amor de Dios, en cambio, es una realidad objetivo, así como lo es Dios mismo. También es inmutable Su Palabra, que nos asegura que Él nos ama y que, movido por este amor, envió a Su Hijo para redimirnos (cf. Jn 3,16). Por tanto, no se trata de un mero deseo o de una ilusión, sino que es un hecho que captamos únicamente a través de la fe.
Ciertamente no podemos ver esta luz cuando nuestro corazón está oscurecido por el pecado. Sin embargo, permanece ahí, porque Dios no puede más que amarnos, y hasta el fin de nuestra vida estará abierto el ofrecimiento de volver a Él.
Podemos vivir cimentados en esta certeza, y darle a Dios la respuesta que corresponde a Su amor. Tampoco aquí se trata tanto de una realidad emocional, sino de la decisión de aferrarse a Su Palabra y vivir de acuerdo a Su Voluntad.