«El amor de Dios engendra el amor del alma. Dios es el primero en dirigir su atención hacia el alma, y así ella se fija en Él. Él se ocupa de ella, y así ella comienza a ocuparse de Él» (San Bernardo).
Todo procede de nuestro Padre, que nos creó con amor y sembró en nuestra alma el amor hacia Él. Sólo cuando ella responde a este amor, encuentra el sentido más profundo de su existencia y despierta a la verdadera vida. Se sabe amada por su Padre y este amor la lleva a centrarse cada vez más en su Creador. Empieza a anhelarlo, y más aún, a ansiarlo existencialmente: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua». (Sal 62, 2). Dios se convierte en el gran tema de su vida: «En el lecho me acuerdo de ti, y velando medito en ti» (v. 7).
El alma comienza a percibir cada vez más el amor solícito de Dios, su sabiduría y ternura: «Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares» (Sal 138, 1-3).
El amor solícito de nuestro Padre la despierta para que se ocupe cada vez más de los asuntos de Dios. Al activarse en el alma el espíritu de piedad, comienza a pensar más en Dios que en sí misma. Quiere agradarle y conocer los deseos de su Padre. El amor empieza a madurar, a hacerse más grande y fuerte. El alma asume ahora toda la responsabilidad de la existencia que Dios le ha concedido y se convierte así en un santuario vivo de la Santísima Trinidad.