“El Espíritu Santo no tolera dilación; exige una obediencia pronta a sus mociones” (San Francisco de Sales).
Nuestro Padre nos ha concedido un don maravilloso al enviarnos al Espíritu Santo, que, por un lado, lleva adelante la evangelización de este mundo y, por el otro lado, nos santifica. Él actúa como el “amor apremiante” en nosotros, como podemos extraer de las palabras de San Francisco de Sales. Una vez que el Espíritu Santo haya tomado las riendas de nuestra vida (después de haberse esforzado durante mucho tiempo hasta que se las entreguemos), querrá que sigamos con prontitud sus instrucciones.
Tal vez podamos imaginarnos a los santos ángeles, que obedecen de buena gana, inmediata y totalmente a la voluntad de Dios, sin dilación alguna. Esta es la disposición que el Espíritu Santo quiere despertar en nosotros, los hombres, para que, aun estando sometidos a las limitaciones de nuestra naturaleza humana, podamos obedecerle con gran agilidad y prontitud.
Si tenemos claro que el Espíritu Santo es el amor entre el Padre y el Hijo, sabremos que su intención es siempre la de hacernos crecer en el amor y asemejarnos así cada vez más al Señor, así como también la de ayudarnos a cumplir mejor la misión que se nos ha encomendado.
Y se trata siempre de una noble meta: la glorificación de Dios y la salvación de las almas.
No pocas veces sucede que la pereza se interpone, provocando una cierta inmovilidad. El Espíritu Santo trabajará con nuestra cooperación para superarla, así como también todos los otros obstáculos, de manera que podamos seguir más directamente y, por tanto, más rápidamente sus mociones, porque el tiempo apremia.
Aunque nuestro Padre Celestial nos espera con infinita paciencia, siempre preferiría que obedeciéramos su voluntad con prontitud. Y el Espíritu Santo, el “amor apremiante” en nosotros, no desea otra cosa. Si cada día lográsemos un pequeño avance en la obediencia a Él, se volverá cada vez más fácil realizar las obras de nuestro Padre, porque el amor habrá crecido.