“Postraos ante el Señor en la hermosura de la santidad, tiemble en su presencia la tierra toda” (Sal 95,9).
¿Cuál es el más hermoso adorno que podemos ofrecer a nuestro Padre?
Sin duda, es nuestro corazón. No en vano, el primer mandamiento nos exhorta a amar a Dios con todas nuestras fuerzas (Dt 6,5). “Donde está tu tesoro allí estará tu corazón” –nos dice Jesús (Mt 6,21). Entonces, ¿a quién pertenece nuestro corazón?
Si se lo entregamos a nuestro Padre, ¿qué puede Él hacer con esta joya? Pues bien, Dios se ocupará de esta joya con sumo cuidado y amor. Con su presencia, la purificará, la iluminará y la unirá a sí mismo. Éstas son las clásicas “vías” descritas en la teología mística.
En el Mensaje a la Madre Eugenia, nuestro Padre Celestial nos exhorta a buscar almas en las que Él pueda establecer el trono de su gloria.
Desde luego, lo más hermoso sería ofrecerle a nuestro Padre un corazón ya purificado, postrándonos ante Él “en la hermosura de la santidad” y presentándole esta joya en todo su esplendor. Pero, ¿quién del género humano puede hacerlo, sino la Santísima Virgen María, que entregó a Dios su inmaculado Corazón?
Nuestro Padre no espera de nosotros que ya seamos perfectos. Él mismo nos conducirá a la perfección. Por tanto, podemos acudir a Él y presentarle nuestro corazón, aunque todavía esté frío, oscuro y tenga inclinaciones que nos avergüenzan.
No obstante, nuestro corazón es un santo adorno, porque Dios nos lo dio y lo creó para el amor: en primer lugar, para que pueda asimilar su amor, corresponderle y amarle; y luego para llevar este amor a las otras personas.
Si nuestro corazón le pertenece a Dios, no hay nada que temer. Sólo tenemos que estar atentos a que nunca se aleje de nuestro Padre. Él introducirá esta joya santa en las cámaras de su tesoro.