1Cor 12,4-11
Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. A uno se le pueden conceder, por medio del Espíritu, palabras de sabiduría; a otro, palabras de ciencia, según el mismo Espíritu; a otro, la fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de hacer milagros; a otro, don de profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, facultad de hablar diversas lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, que las distribuye a cada uno en particular según su voluntad.
Los dones del Espíritu que hoy nos presenta San Pablo, son elementos valiosos para la edificación del Cuerpo Místico de Cristo, al igual que lo es todo cuanto el Espíritu concede a la Iglesia. Al inicio de este pasaje, el Apóstol deja bien en claro que la manifestación del Espíritu, como la que actúa en los dones carismáticos, ha de ser para provecho común. Es importante entender que -distinto a lo que sucede con los dones místicos- los carismas no están para la santificación de la persona que los recibe; sino para el servicio a la comunidad.
En nuestra Iglesia Católica, desde hace algunas décadas sucede una revitalización de los dones carismáticos, sobre todo a través del movimiento carismático, lo cual es de agradecer. Los dones del Espíritu Santo, cuando se los aplica apropiadamente, sirven para actualizar y concretizar el auxilio divino. Esto es lo que sucede, por ejemplo, en el don de curar enfermedades, o al hablar proféticamente para dar indicaciones para el camino con el Señor.
En la vida con el Señor existen muchos diferentes dones, que constituyen una gran riqueza. Si se les da el sitio y el peso que les corresponde, harán que florezca nuestra vida cristiana, y también la harán atrayente para aquellos que aún han de ser conquistados para Dios.
Esta actitud positiva frente a los dones se debe al hecho mismo de que proceden del Espíritu. No se trata del carisma de una persona determinada, que podría ser empleado negativamente, como vemos que sucede con algunos políticos u otros personajes públicos.
Pero sucede que, no pocas veces, se ve con sospecha aquellos dones del Espíritu que sobresalen de forma particular, y en ocasiones se prefiere ignorarlos… Algo similar puede suceder con apariciones de la Virgen, tomando como argumento el hecho de que la Revelación ya llegó a su culmen, y que todo lo demás no pasa de ser una “revelación privada”, que nadie está obligado a creer…
¡Ciertamente es verdad esto que se dice respecto a la Revelación! Sin embargo, queda la pregunta de por qué Dios nos concede estas apariciones de la Virgen… Basta con pensar en los extraordinarios frutos que trajo consigo la aparición de Guadalupe en México, o la de Nuestra Señora en Fátima… ¿Acaso la Virgen no se aparece para ayudar a la Iglesia y a la humanidad? ¿Podemos simplemente cerrar los ojos ante estas realidades que suceden una y otra vez, e ignorarlas?
Algo similar podría suceder con los carismas. ¿Podemos acaso despreciarlos o verlos con indiferencia?
¡Por supuesto que en este campo puede haber excesos y desequilibrios! Los dones carismáticos han de ser insertados en la perspectiva total de la Iglesia, y de ningún modo son la señal principal de que quien los posee está lleno del Espíritu Santo. Esto es muy importante para los católicos, porque hay que saber que muchos elementos del movimiento carismático estaban originariamente relacionados con el pentecostalismo protestante de Estados Unidos, cuya expresión trae elementos que no son fácilmente compatibles, por ejemplo, con la celebración de la Santa Misa.
Por eso, es necesario un buen discernimiento de los espíritus, para que los dones puedan ser fecundos y no se genere un desorden. También aquel movimiento que se caracteriza por enfatizar el despertar de los carismas en la Iglesia, ha de asumir el sitio que Dios le ha dispuesto, aportando así a la revitalización de la Iglesia.
La sobriedad espiritual en el manejo de los carismas o de los movimientos que ponen énfasis en ellos, no significa, de modo alguno, ver con sospecha todo lo que sea distinto a lo que se conocía, o simplemente cortarlo. Más bien, quiere decir contemplar la perspectiva total del actuar del Espíritu, y dejarle a Él la libertad de obrar… Pero, puesto que el Espíritu del Señor actúa a través de personas, se requiere vigilancia, porque de las personas pueden surgir las deformaciones, desequilibrios, exageraciones, etc… Y los malos espíritus, por su parte, pueden valerse de estos errores y manejarlos conforme a sus intenciones.
Los espíritus han de ser examinados con cautela, sin por eso olvidar aquella otra indicación del Apóstol: “No extingáis el Espíritu” (1Tes 5,19).