Mt 7,21-29
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’ Y entonces les declararé: ‘¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!’ Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca.
Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina.” Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos, la gente quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas.
Hoy el Señor nos deja en claro qué es lo que Él quiere de nosotros. ¡No es suficiente con invocar su Nombre; ni aun con obrar milagros en su Nombre! Pueden haber muchas personas que invocan el Nombre de Jesús y tienen una relación emocional con el Señor; pero no siguen sus indicaciones. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” –nos dice Jesús (Jn 14,15). La fe y las obras; confesar a Jesús como el Señor y obrar de acuerdo a esta fe; estas dos cosas van de la mano. Sin la decisión de guardar los mandamientos de Dios, no podrá crecer ni dar fruto en nosotros la vida de gracia que Él nos ofrece; y así perderemos el rumbo.
Vale aclarar que también hay que cuidarse de caer en el extremo opuesto, creyendo que sólo las obras cuentan y que no es importante profesar la fe en Dios. Esto sería un error con graves consecuencias, pues nuestras obras han de glorificar a Dios y dar a conocer su Nombre.
Al escuchar estas palabras de advertencia de Jesús, nos damos cuenta de la gran tarea que se nos encomienda: Acoger su Palabra lo más profundamente posible, para que nuestra voluntad se someta por completo a la guía del Espíritu Santo. En este sentido, debemos estar conscientes de la debilidad de nuestra voluntad, que es una de las consecuencias del pecado original. Para ello es necesaria una formación ascética, de manera que nuestra voluntad pueda cooperar mejor con la gracia de Dios y no caiga constantemente en su propia debilidad. San Pablo percibía una ley en sus miembros que luchaba contra la ley de su espíritu, y exclamó entonces que sólo el Señor podrá librarlo de esa división interior (cf. Rom 7,23-25).
Para luchar contra la debilidad de nuestra voluntad, que tiende a ceder a sus malas inclinaciones, podrá ser provechosa la enseñanza de las así llamadas “dos libertades”. Resulta que no siempre hay una mala intención cuando no cumplimos aquello que nos hemos propuesto. En el evangelio de hoy, ciertamente el Señor se refiere más bien a aquellos que no quieren acoger sus mandatos.
La enseñanza sobre las “dos libertades” se refiere a lo siguiente: Con nuestra “primera libertad” tomamos las decisiones correctas; por ejemplo, nos proponemos evitar ciertas páginas en internet, porque sabemos que ponen en peligro nuestra moral. Puesto que estamos conscientes de ello, decidimos bloquear estas páginas, para que no podamos caer en la tentación. Al bloquearlas, estamos activando nuestra “segunda libertad, que asegura la decisión de nuestra “primera libertad”.
Esta enseñanza es significativa para nuestro camino espiritual, porque, en vista de nuestras debilidades, es necesario tomar las medidas correspondientes, para que estas debilidades no triunfen sobre nosotros; sino que sepamos luchar contra ellas como conviene. ¡El castillo interior de nuestra alma debe ser protegido y la vida de la gracia ha de ser preservada para que pueda desplegarse en nosotros!
El hombre prudente escucha la voz del Señor y pone toda su confianza en Dios. Día a día se esfuerza por reconocer su Voluntad y cumplirla. En caso de haber fallado, pide perdón, se reconcilia con Dios y aprende de sus errores. Después de una derrota, no se queda en el piso ni se rinde en sus esfuerzos espirituales; sino que se deja levantar por Dios y continúa en su camino. La confianza le asegura que Dios lo ama infinitamente, que Él está siempre dispuesto a sostenerlo en su debilidad y que lo apoya en todos sus esfuerzos por el bien. Por eso el hombre prudente no edifica sobre sus propias fuerzas; sino que su fuerza está en el Señor.
Esta confianza en la bondad de Dios lo sostiene cuando aparecen las tormentas sobre su vida y los enemigos lo rodean por todas partes. ¡El hombre prudente ha edificado la casa de su vida sobre Dios! ¡Y ahí está a salvo!
NOTA: Puesto que hoy es el día 7 del mes, que siempre lo dedicamos de forma especial a nuestro Padre Celestial, queremos invitaros a escuchar los “3 minutos para Abbá”, que es un pequeño impulso que publicamos a diario con el fin de profundizar la relación de confianza con Dios Padre. Podéis encontrarlos en los siguientes enlaces:
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