Duelo por el Señor; dolor por los hombres, que no han reconocido a su Redentor y lo han crucificado… Duelo de la Madre por el Hijo amado; luto y desconcierto entre los discípulos, que se dicen confundidos: “Nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel” (Lc 24,21).
Pero el Señor descendió a los infiernos, donde aquellos que todavía estaban a la espera de la Redención, y también a ellos los colmó con su amor.
Todo esto sigue siendo un misterio para nosotros, los mortales, y en fe lo acogemos.
Éste es el día en que el altar queda descubierto; el único día en que no se eleva el Santo Sacrificio al Trono del Altísimo; el día en que la Palabra vivificante resuena únicamente en el duelo del Oficio divino… Pareciera que todo el cosmos se envuelve en luto y llora junto a la Madre de Dios.
Sin embargo, en el mundo la vida continúa su rumbo. Las personas que no viven con el Señor ignoran todos estos sucesos, que a los creyentes les son desvelados en su peregrinar por esta vida.
Un día de duelo y de espera… La Cuaresma llega a su fin y los fieles sabemos que a partir de mañana todo será distinto; a partir de mañana late la verdadera vida; a partir de mañana…
Pero también de este día quiere valerse el Señor; tal vez Él quiere descender a aquellos campos de nuestra alma que no han sido redimidos aún, para proclamar allí su Palabra de vida. Allí donde todavía hay tinieblas en nuestro interior; allí donde la luz no ha penetrado lo suficiente; allí donde aún yace la muerte en nosotros. Muy pronto oiremos aquel grito triunfal: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh infierno, tu aguijón?” (cf. 1 Cor 15,55).
Aprovechemos este día de duelo, de espera y de preparación. Ofrezcámosle nuestras sombras y todo lo inconsciente en nosotros a Aquél que desciende al Reino de la muerte, e invitémosle a venir a nosotros, a impregnarlo todo, a borrar el pecado y a redimir sus consecuencias, hasta las últimas profundidades.
¡Queremos pertenecerle del todo al Señor! ¡Nada debe separarnos de Él; ni nuestra voluntad subconsciente, ni nuestros pensamientos y sentimientos, ni nuestro inconsciente! ¡El Señor quiere redimirlo todo y hacernos capaces de vivir como verdaderos hijos de Dios!
¡Alelu…! ¡No, todavía hay que esperar! Pero ya falta poco para que resuene el “Exultet”, el Pregón Pascual, y la Iglesia se llene de júbilo.