“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mt 21,9)
Todo el pueblo está congregado y durante un breve tiempo sucede aquello que corresponde a la realidad de que el Hijo de Dios ha venido. Entre júbilo y alegría lo aclaman; el pueblo da la bienvenida a su verdadero Rey, a su Mesías, al prometido y esperado por tanto tiempo.
“No temas, hija de Sión. Mira a tu rey que llega montado en un borrico de asna” (Jn 12,15)
¡Cuán distinta es la forma de presentarse del Señor de Cielo y Tierra! Él no necesita de la pompa y el esplendor de este mundo, aunque lo merecería. Él testifica el amor de su Padre y viene por encargo Suyo, para glorificar a Dios y para redimir a los hombres.
¿Qué es lo que necesita el Rey del cielo y de la tierra?
Lo único que necesita son corazones abiertos que lo reciban, para que Él pueda darles los regalos de Dios. Él no viene a cobrar tributos, como hacen los reyes de la tierra. Tampoco viene en busca de soldados que conquisten o defiendan sus derechos.
Más bien, Él está en busca de las ovejas perdidas de Israel (cf. Mt 15,24), en busca de la humanidad perdida… Su poder es el poder del amor. Y el amor no requiere de ningún medio para impresionar a las personas; no requiere de ninguna escenificación. El amor viene con Él y está en Él.
Dichoso el que no cierra su corazón y deja entrar a Dios.
Las personas que lo aclamaron durante su entrada en Jerusalén, habrán percibido y comprendido lo que estaba sucediendo. La Escritura nos dice que la gente “extendía sus mantos por el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían por el camino” (Mt 21,8). Aun si fuera el caso que algunos de ellos, pocos días después, se hayan encontrado entre la turba que reclamaba a gritos su muerte; en ese momento de su entrada triunfal en Jerusalén, reconocieron la realidad de Dios y lo glorificaron.
“¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene!” (Mc 11,9b-10a)
Los cristianos en todo el mundo conmemoran este acontecimiento al iniciar la Semana Santa. En Jerusalén se recorre solemnemente el mismo camino por el que Jesús entró a la Ciudad. Pero no sólo en Jerusalén; sino en todas partes se realiza la procesión, para dar testimonio de que Cristo no es Rey únicamente de Israel; sino de toda la humanidad, y que Él reina en el corazón de todos aquellos que se lo han abierto.
“Mi reino no es de este mundo” –le dirá después Jesús a Pilato (Jn 18,36). Su Reino es uno que no acabará jamás; un Reino en el que rige el amor y la justicia; un Reino en el que todos los hombres se convierten realmente en hermanos y hermanas, hijos de un amado y amantísimo Padre. ¡Éste es el Reino al que nos invita a todos nosotros! ¡Alabémoslo y entreguémosle nuestro corazón!