“Mañana tras mañana el Señor despierta mi oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50,4).
Aun antes de despertarnos, la sabiduría de Dios ya nos está esperando a la puerta. Mientras aún estamos envueltos en sueños y a menudo nos cuesta sacudirnos el sopor, el Señor ya nos habla, porque Él “no duerme ni reposa” (Sal 121,4), y su amor nos acompaña también durante la noche.
Si escuchamos su voz, nos invitará inmediatamente a la oración, para que retomemos conscientemente la relación con Él, de la que raramente estamos conscientes durante la noche del sueño. Sin embargo, nuestro Padre estuvo y está siempre ahí.
¿Cómo será este nuevo día? ¿Podrá la voz de nuestro Padre despertar nuestro oído temprano por la mañana y estaremos dispuestos a escuchar su voz? ¿Nos encontrará como un discípulo, que espera atento a lo que su Maestro tiene que decirle, deseoso de aprender más sobre la infinita bondad del Padre en este nuevo día y de caminar en su luz a lo largo de la jornada?
Al fin y al cabo, este día lo ha proyectado nuestro Padre desde toda la eternidad. ¿Qué es lo que tiene previsto con él y con nosotros?
Si actuamos con prudencia cristiana, no permitiremos que el mundo con todo su potencial de distracción nos bombardee desde el primer momento del día: las noticias, el periódico, el internet, el teléfono móvil… Todo ello tiene que esperar y no determinar las horas vírgenes del día.
¡Cómo se alegra nuestro Padre si nos encuentra vigilantes! ¡Cómo se complace en instruirnos y comunicarnos los misterios de su amor! Es como si llevara toda la eternidad esperando que en esta mañana le prestásemos oído, que escuchásemos su voz, siguiéramos sus instrucciones y fuéramos fecundos para su Reino en este día.
Así, pues, se convertirá en un día lleno de luz para glorificar al Padre y servir a la salvación de las almas.
¿Y nosotros? Estaremos acompañados por su paz…