Jer 7,23-28
Así dice el Señor: “Lo que les mandé fue esto: ‘Si escucháis mi voz, yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo, e iréis por donde yo os mande, para que os vaya bien.’ Mas ellos no escucharon ni aplicaron el oído, sino que se guiaron por la pertinacia de sus malas intenciones. Se volvieron de espaldas, por no darme la cara. Desde el día en que salieron vuestros padres de Egipto hasta el día de hoy, os envié a todos mis siervos, los profetas, cada día puntualmente. Pero no me escucharon ni aplicaron el oído, sino que se obstinaron y obraron peor que sus padres. Les dirás, pues, todas estas palabras, mas no te escucharán. Los llamarás y no te responderán. Entonces les dirás: Ésta es la nación que no ha escuchado la voz de Yahvé su Dios, ni ha querido aprender. La verdad ha desaparecido, ha sido arrancada de su boca.”
Este breve pasaje del Antiguo Testamento describe con mucho acierto el drama de nuestra existencia humana. Al hombre se le ha dicho lo que es bueno y lo que es malo; necesita ser instruido, guiado y educado por Dios para andar por el camino recto; pero muchas veces rehuye esta formación, no inclina su oído y toma sus propios rumbos.
Como seres humanos, nos enfrentamos al problema de estar inclinados al mal, a causa de nuestra naturaleza caída; y nuestros deseos e ideas están sujetas a engaño y frecuentemente no corresponden a la Voluntad de Dios.
En la meditación de ayer habíamos visto que el Señor no vino a abolir ni una sola tilde de la Ley (Mt 5,17-19), y que no sólo debemos nosotros mismos guardar los mandamientos de Dios, sino también convertirnos en bendición para otros al enseñarles a observarlos.
Pero, ¿qué se puede hacer cuando los hombres no quieren escuchar? Jeremías, hablando en nombre de Dios, le dice al pueblo de Israel: “Ésta es la nación que no ha escuchado la voz de Yahvé su Dios, ni ha querido aprender”. ¡Y sabemos cuáles son las consecuencias!
Cuando observamos los descarríos en la sociedad y en la política, llegaremos inevitablemente a la misma conclusión en lo que respecta a nuestra generación. Todo el peligro mortal para las almas, que hoy en día procede sobre todo de las democracias del Occidente, se relaciona con el hecho de que no se escucha la voz de Dios, de que sus mandamientos ya no son el criterio y la medida absoluta para todas las personas.
Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer?
¡Hay que llamar al mal por su nombre! Hace un tiempo, el Cardenal Robert Sarah expresó lo siguiente en una entrevista: “El Occidente no sólo está a punto de perder su alma, sino que está también a punto de suicidarse. Porque un árbol que ya no tiene raíces está condenado a morir. Creo que el Occidente no puede renunciar a las raíces que crearon su cultura, sus valores. (…) En Occidente pasan cosas escalofriantes. Creo que un Parlamento que autoriza la muerte de un niño inocente e indefenso comete una grave violencia contra la persona humana. Cuando se impone el aborto, sobre todo en los países en vías de desarrollo, diciéndoles que, si no lo aceptan, ya no recibirán ayudas, es una violencia. No es extraño que esto suceda. Desde que abandonamos a Dios, abandonamos al hombre. Ya no tenemos una visión clara del hombre. En Occidente hay, actualmente, una grave crisis antropológica en acto, que lleva a tratar a las personas como objetos.”
Y con respecto a la problemática en la Iglesia, el Cardenal Sarah hizo esta afirmación: “Creo que hay una gran crisis de fe, una gran crisis en nuestra relación personal con Dios.”
Hay que repetir una y otra vez –y ésta es una importante tarea de la Iglesia– que la creciente crisis en el mundo se relaciona con la decadencia de la fe, la apostasía. También las verdades incómodas deben ser dichas, así como un doctor normalmente no debería callar un diagnóstico por ser doloroso.
Al mismo tiempo, hay que hacer todos los esfuerzos por evangelizar y participar así de la obra salvífica de Dios. También estas meditaciones diarias de la Palabra de Dios han de servir a la obra del Señor, y quiero invitar a quienes las escuchan a que también las compartan con aquellos a quienes les podrían ayudar.
Pero todos nuestros esfuerzos deben estar sostenidos por la oración, por el camino interior de seguimiento de Cristo y por el trabajo en nuestro propio corazón. Nosotros, quienes seguimos al Señor, deberíamos ser los primeros en escuchar a Dios e inclinarle siempre nuestro oído; los primeros en los que Dios puede morar; los primeros en dirigirle nuestro rostro y no nuestra espalda; los que intercedan por los demás, así como se lo hace, por ejemplo, en la oración de Fátima: “O Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu infinita misericordia”.